Comida y memoria

zanahorias_01El viernes en la tarde asistí a un coloquio doctoral, en el que participó el Presidente de Conicyt José Miguel Aguilera. Hablando de cómo desde la ingeniería química derivó a los alimentos, el profesor contó que –cuando acababa de salir de la universidad- lo había impresionado la noticia de que se había extraído la proteína de los alimentos, con lo cual se esperaba llevarla a África y terminar de una vez por todas con el hambre de la región. Pero esto no resultó. Aguilera dijo entonces: “La gente no come nutrición, come tradición, come cosas ricas”.

El coloquio fue de la mano con algunos poemas mapuche, que leyó la profesora de Literatura Magda Sepúlveda. Uno era de Jaime Huenún, en el que la inclusión de comidas y bebidas, también daba cuenta de tradiciones, de formas de vida, de herencia, de identidad y de memoria. Preservar una comida es también preservar la historia de un pueblo, o de una familia, o la historia personal.

Cuando yo tenía seis o siete años, pasamos una temporada de vacaciones en una zona de chacras en el sur de Chile. Y muchos de mis recuerdos están relacionados con las comidas. Por ejemplo, recuerdo el sabor dulce de las cebollas, que no he vuelto a probar. Adoré esos días. El mejor recuerdo que tengo fue una tarde en que íbamos caminando entre los árboles y junto a nosotros corría un arroyo; su agua era totalmente cristalina. Al cruzar por una especie de puente, descubrimos que el agua estaba llena de zanahorias: las más tiernas, hermosas y anaranjadas zanahorias que haya probado alguna vez. Nos sacamos los zapatos y nos metimos al agua a sacar zanahorias. Las sacábamos y las comíamos ahí mismo: eran deliciosas. Estaba tan absorta en esa pesca milagrosa, que ni siquiera me di cuenta que al sacar las zanahorias mojaba mi reloj, era un reloj Casio que me encantaba.

Siempre vuelvo a ese recuerdo: me hace pensar en mi infancia, en unos días increíbles de felicidad, de pollitos –y gallinas celosas-, de días calurosos, de primos corriendo, y de sabores perdidos. Y, sí, comer es más que alimentarse sanamente: es fiesta y diversión; familia y cariño; preparar la mesa y sentarse juntos a compartir; o festejar un momento inesperado de zanahorias en un arroyo.

¿Receta contra el ninguneo? Simplemente leer

Gabriela Mistral.

Gabriela Mistral.

Haciendo memoria acerca de si leí a Gabriela Mistral en el colegio, me parece que leímos Lagar, completo, a diferencia de otros escritores de quienes revisábamos textos seleccionados. Pero si trato de profundizar en eso, solo recuerdo la experiencia personal y solitaria de la lectura, y no logro dar con alguna clase en que habláramos de Mistral, de su poesía, o de su vida, nada. Sí recuerdo, en cambio, casi como si fuera ayer, largas clases sobre las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, revisando sus tópicos. ¿Habrá habido prueba? ¿Algún trabajo? No logro recordarlo.

Si bien es cierto que Mistral estaba incluida en mis lecturas escolares, siento que era solo una más en la lista. Qué poca dedicación, qué desidia, es lo que se me ocurre pensar. Yo la leí con cierta pasión, me parece. Había adorado cuando muy niña “Dame la mano” (la que además cantaba), “Todas íbamos a ser reinas” y “Piececitos”. Leer Lagar era pasar a otra liga, especialmente estando en la adolescencia.

Hace algunos años escribí una columna para un medio virtual, en que también hablaba de esta incomprensible desidia con respecto a Gabriela Mistral. En todo nivel, incluyendo esa imagen de ella en el antiguo billete de cinco mil pesos, en que se la representaba como una señora dura, en vez de rescatarla como la poeta genial y apasionada que es.

Todos estos pensamientos dan vueltas por mi cabeza debido a que acabo de leer el artículo “Clandestinidades de Gabriela Mistral en Los Ángeles 1946-1948”, de Elizabeth Horan. Es un excelente texto, ágil e informado, que aparece en el libro Chile Urbano: la ciudad en la literatura y el cine, editado por Magda Sepúlveda y publicado recientemente por Cuarto Propio. En el artículo, Horan se refiere a los mil días que Mistral vivió en California, EEUU. Allí le diagnosticaron diabetes, conoció a Doris Dana, comenzó a escribir Poema de Chile. Llegó como cónsul honoraria –es decir, no recibía ni un peso y, sin embargo, tenía que ver cómo mantenerse- y debió partir de allí en plena caza de brujas contra los escritores de izquierda, mientras Chile vivía su propia persecución con la Ley Maldita de González Videla.

Llegó a California con un perfil político, interesada especialmente en el voto femenino -recordemos que en Chile todavía las mujeres no sufragaban-, dictó charlas y escribió artículos al respecto, en medio de los ataques del propio consulado chileno y su cabeza, el cónsul Pradenas, quien, en una nota para el Los Angeles Times a la llegada de Mistral a EEUU, la disminuye, la ningunea, en palabras de Horan. Y eso que hacía apenas un año atrás había recibido el Premio Nobel. Pradenas llega a decir que ella ni siquiera merecía el reconocimiento. La verdad es que me parece una barbaridad, tal como que no se la lea o que en una conversación casual alguien, muy suelto de cuerpo, la rechace sin siquiera haberla leído, no solo sus poemas, sino también sus prosas maravillosas. Mi pasión por la poesía de Mistral, se ha traducido en mi gusto por escribir sobre ella, a partir de ella, y gracias a ella también. De hecho, mi primer artículo publicado -no en una revista, sino en el libro Caminos y Desvíos: lecturas críticas sobre género y escritura en América Latina-, se titulaba “Mujeres ‘próceres’ chilenas: una mirada renovadora a la luz de Mistral y Labarca”, en el que hablaba sobre género, feminismo y mujeres, desde “Menos cóndor y más huemul” -definitivamente uno de mis textos predilectos de Mistral-, y Feminismo contemporáneo de Amanda Labarca. Creo que lo que quiero decir, es que no me agoto de expresar una idea: ¡leed a Mistral!