Reflexiones y humor al estilo Monterroso

El paraíso imperfecto. Antología tímida de Augusto Monterroso.

El paraíso imperfecto. Antología tímida de Augusto Monterroso.

Debe haber sido en mi época universitaria cuando leí el famoso cuento de Augusto Monterroso (1921-2003) “El Zorro es más sabio”. Más que cuento es una fábula. El Zorro ha decidido escribir un libro, lo publica y es un éxito de lectores y crítica. Escribe un segundo, incluso mejor que el primero. Definitivamente hay demanda por un tercero, pero pasan los años y el Zorro no escribe. “El Zorro no lo decía, pero pensaba: ‘En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer’. Y no lo hizo” (62). Ese relato está dando vueltas en mi cabeza de forma constante: a veces aparece cuando escribo una reseña, y otras cuando leo un nuevo libro de un autor que ha estado ausente por muchos años. Es un relato divertido y bien escrito, pero siempre me hace pensar. Eso es lo que sucede con gran parte de los textos de este autor guatemalteco, incluidos en El Paraíso imperfecto. Antología tímida, que se lanzó este año para conmemorar los diez años que han pasado desde su fallecimiento.

Entiendo lo de antología tímida, porque es un libro pequeño, que repasa una extensa bibliografía de Monterroso en unos sesenta escritos, entre fábulas, ensayos y microcuentos. El libro no incluye prólogo ni los textos están catalogados en capítulos, sino que se trata de una sucesión de escritos en que simplemente la lectura se va deslizando tranquila. La mayor parte de los escritos son breves, algunos brevísimos, un par de párrafos o unas cuantas líneas. El tema que ronda tanto en cuentos como en ensayos es la literatura desde alguna perspectiva: el oficio de escritor, la lectura, los libros, las traducciones, los escritores… En “Llorar orillas del río Mapocho”, recuerda cuando llegó exiliado a Chile en 1954 y el consejo que recibió de José Santos González Vera, refrendado por Manuel Rojas y Pablo Neruda. También reflexiona en torno al humorismo: “Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico” (100), que bien podría tomarse como una sentencia atrevida para un escritor que llena de humor sus oraciones.

Gocé leyendo “Sobre la traducción de algunos títulos”, en que Monterroso analiza algunos ejemplos como La importancia de llamarse Ernesto  de Oscar Wilde y Otra vuelta de tuerca de Henry James. Sobre el primero dice: “Traducir The Importance of Being Earnest  por La importancia de ser honrado hubiera sido realmente honesto; pero, por la misma razón, un tanto insípido, cosa que no va con la idea que uno tiene de Oscar Wilde” (147). Y con respecto al segundo señala que The Turn of the Screw significa “‘forzar a alguien a hacer algo’, coaccionarlo, conminarlo, pues. ¿Pero quién iba a ser tan poco sutil o poético como para poner en español La conminación a una novela de Henry James?” (148).

El Paraíso imperfecto es una buena primera aproximación a la escritura de Monterroso, permite saborear su pluma en distintos tipos de escritos, que siempre rondan lo personal, a tal punto que a veces no queda claro si se trata de un ensayo o de un cuento. Además, creo que la falta de una guía de lectura, llama a investigar, a buscar los volúmenes originales, o simplemente sentarse a disfrutar.

 

Monterroso, Augusto. El Paraíso imperfecto. Antología tímida. Buenos Aires: Debolsillo, 2013.

Esta reseña apareció originalmente en el sitio web del Diario Publimetro, donde tengo una columna de libros semanal.

Y si sienten curiosidad, también escribí sobre dos ensayos de Monterroso, “Novelas sobre dictadores (1)” y “Novelas sobre dictadores (2)”. Pueden leerlo haciendo clic AQUÍ.

Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy: Presentación en cuatro episodios

 

Portada de Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy

Portada de Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy

Este es el texto que leí en la presentación del libro de cuentos Cosas que pasan de Michel Bonnefoy, el que fue lanzado el pasado 13 de mayo en la sala Teatrocinema.

Episodio 1: “Mi bisabuelo no es mentiroso pero considera que en la verdad caben las omisiones y las adaptaciones cuando se trata de recordar el pasado […]” (7).  “Mi bisabuelo” es el primero de los diez cuentos que conforman Cosas que pasan. Cuando se avanza en la lectura del libro, nos damos cuenta de que este primer relato es diferente; la narración tiene otro tono, en parte porque está mediada por este bisnieto que a veces acepta y otras cuestiona las memorias que el anciano trae del pasado; un descendiente que trata de dilucidar qué hay de verdad en la historia del bisabuelo ruso: su partida y su llegada fortuita al sur de Chile, en medio de omisiones y esfuerzos por ser testigo de acontecimientos impactantes, aunque las fechas no cuadren. En cambio, los siguientes cuentos hablarán desde el yo –unos femeninos, otros masculinos-, tratando de reconstruir sus propias historias. Sin embargo, el relato del bisabuelo o, más bien, la forma de recordar y narrar que tiene el bisabuelo nos dispone a leer los recuerdos de los otros cuentos teniendo presente que recordar es recrear momentos guardados en la memoria: al sacarlos afuera se convierten irremediablemente en una ficción, en un relato, porque comunicar aquello que alguna vez pasó ya no es posible.

Ricoeur escribió: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria. Y sin embargo…

Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásenos el recuerdo de ello” (La memoria, la historia, el olvido 22-23). Pero, ¿es eso lo que buscamos al recordar? ¿Anotar una verdad? ¿Por qué es una amenaza la imaginación cuando el recuerdo es el de un momento íntimo, privado? Porque relatar nuestra historia no es hablar de una serie de sucesos como si se tratara de una minuta higiénica, sino que el yo de esas narraciones articula –por usar un término de Sylvia Molloy- esos sucesos en una narración que es propia y en la que, de hecho, se expone, de la misma manera que lo hacía el bisabuelo, a que alguien dude de los detalles, de lo que se vio, de lo que se dijo, de lo que se fue protagonista y de lo que se fue testigo. En ese sentido, la historia del bisabuelo se me fue presentando como una invitación en muchos niveles; algunos de ellos: reconocer cómo yo misma reconstruyo historias de infancia que ya no sé si son recuerdos propios o si se trata de recuerdos impresos en mi mente como consecuencia del continuo relato de padres y abuelos; y es también una invitación a leer sin prejuicios, a no juzgar cuando el narrador inventa nombres, situaciones, gustos.

El último párrafo del cuento “El bisabuelo” nos relata brevemente cómo este hombre que no hablaba el español y que quedó varado en Puerto Montt, encontró trabajo reparando el techo de un cura. Gracias a eso –asegura el bisabuelo- aprendió un oficio –no el de reparador de techos, sino el de ebanista- y encontró un amor: la sobrina del cura, la futura bisabuela del narrador, “por ella no volvió a embarcarse. Eso debe ser verdad porque mi bisabuela se sonroja cuando escucha esa parte” (12), nos dice el bisnieto. Y allí este cuento nos da otra guía, porque el resto de los relatos de Cosas que pasan son relatos de amor: en tiempos difíciles –dictadura, clandestinidad, exilio-, pero al fin y al cabo historias de amor: sus detalles podrán estar afectos a la tal amenaza de la imaginación, pero esa pequeña mención del romance del bisabuelo nos enseña que, en medio de las omisiones y las adaptaciones, lo relativo al amor “debe ser verdad”.

Esto me lleva al:

Episodio 2: la memoria que hay en estos cuentos es una memoria herida, marcada por el trauma, un trauma insalvable en la enunciación: el presente no puede olvidar que el 11 de septiembre de 1973 hubo un golpe de Estado que más que cambiar un país y a su gente, lo agrietó de manera irrevocable. Los personajes de Cosas que pasan tienen conciencia de ello y algunos incluso lo explicitarán. Así en el cuento “Mala suerte”, el narrador nos anuncia que su recuerdo tuvo lugar “poco después del golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet” y luego, entre paréntesis, nos advierte: “(me permito este pequeño alcance histórico porque la dictadura tiene un rol protagónico en este cuento y los años transcurridos podrían haber borrado el pasado en algunos lectores amnésicos)” (13).  Por supuesto que habrá lectores amnésicos; recordemos lo que propone al respecto el argentino Hugo Vezzetti: tres formas de memoria, una que solo quiere dar vuelta la página; otra en que no hay distanciamiento alguno, el pasado sigue siendo presente; y una memoria que busca reflexionar acerca de lo que pasó. Los personajes –o gran parte de ellos- de Cosas que pasan no quieren dar vuelta la página y tienen conciencia de que no es posible retomar el pasado, sus acontecimientos no quedaron suspendidos; pero el quiebre, la herida, requiere que de alguna u otra manera se cuenten aquellos relatos que no ocupan un lugar en los textos de historia y en las memorias oficiales.

Las historias de amor parten de encuentros casuales: un cruce de miradas en el paradero de micros o en un recital en un parque; o bien, una cita a ciegas. Todos ellos son posibilidad, una posibilidad de diluirse tan imperceptiblemente como se gestó o posibilidad de redundar en algo más, algo que se mantendrá en el tiempo, que podrá seguir formando nuevos recuerdos. Lo que sucede con estos amores es que algo se interpone entre ellos: una detención, una desaparición, el exilio, incluso estar en veredas políticas contrarias. Ante situaciones como el toque de queda, las vigilancias, la clandestinidad, los relatos nos presentan a personajes que insisten en el amor, porque saben que la única manera de sobrevivir es dándole un lugar a la posibilidad, es decir, al futuro. En “Malentendido” el narrador recuerda: “Les conté [a sus amigos] cada detalle de mi encuentro con Verónica […], insistiendo en el azar que nos había reunido y las circunstancias que presagiaban algo más que una aventura pasajera” (84): el ansia de lo que puede llegar a ser. Pero no solo es futuro, sino algo que se concreta en el presente; el amor entonces es un refugio: protege de la soledad, del dolor, del miedo, de la posibilidad de que en el futuro (a veces demasiado cercano) todo se destruya de forma implacable.

Y para nosotros, lectoras y lectores, una interpelación a que no demos vuelta la página.

Ante la violencia desplegada, la memoria se vuelve necesaria para rearmar esos breves pero intensos episodios amorosos; una forma de hacerle justicia a las historias que quedaron inconclusas, a las personas que fueron lastimadas, a la eliminación del amor.

 

Episodio 3: la vida en el otro lado

Los cuentos, en general, nos muestran historias sobre chilenos expatriados; sus historias fuera de casa y también esos vívidos e íntimos recuerdos de amor que se llevaron consigo al exilio. El caso del bisabuelo es distinto: un expatriado que convirtió a Chile en su nuevo hogar. Esta historia nos muestra que es posible crear vínculos en un nuevo lugar; según el bisabuelo, de hecho, en un año ya había olvidado cuál era su verdadera procedencia. El bisnieto, por supuesto, no le cree; yo también creo que miente, pero hay una verdad profunda ahí: para echar raíces en un nuevo lugar, hay que “olvidarse” del lugar de origen.  En Canción en el sombrero, el texto autobiográfico de Horacio Salinas de Inti-Illimani, el músico relata que después de ocho años de exilio en Italia, seguían pensando en ello como algo provisorio, como si estuvieran de paso. Pero en un momento ese estar de paso quedó en evidencia: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116). Nuevamente nos encontramos con el amor: un bisabuelo que decide olvidar si era ruso, ucraniano o moldavo; un hombre que se debate entre regresar a Chile o formar una familia en el nuevo país, pasar de lo temporal a lo indefinido. La reflexión es inevitable: el que parte al exilio se ve obligado a renunciar a muchas cosas, pero el que decide convertir el país que lo acoge en algo permanente, también debe renunciar. Por eso, no hay una sola decisión ni un solo camino posible, como nos muestran estos cuentos: aunque el contexto político sea similar para todos, la forma de experimentarlo en la intimidad, en lo personal, será único para cada individuo, como lo es para cada uno de los personajes que llegamos a conocer en estos relatos.

Y porque cada camino es único y personal, finalmente llego al Episodio 4, que es la lectura que harán ustedes de estos cuentos; cada uno sabrá cuáles son sus omisiones y adaptaciones.

Bonnefoy, Michel. Cosas que pasan. Santiago: Ceibo Ediciones, 2014.

Mi vida como lectora

Portada de Una lectora nada común, de Alan Bennett

Portada de Una lectora nada común, de Alan Bennett

Leí Una lectora nada común en 2011. Todavía no tenía este blog, pero cuando terminé el libro, incluso antes, cuando avanzaba en la lectura, sentía el deseo de escribir al respecto. De más está decir que lo disfruté mucho, por variadas razones: lo inesperado de la lectora (no le había prestado real atención a la portada del libro); la historia en general; los comentarios del narrador; y, claro, el final. Es un libro ágil, divertido, conmovedor, también. Admito que me gusta mucho un libro que me haga reír (a veces a carcajadas) y que me estremezca. Además me parecía que podía relacionarme con el texto, que hablaba mucho de mí misma.

El libro, escrito por Alan Bennett, relata la transición de una mujer desde su condición de no lectora a la de lectora voraz. Esa mujer no es otra que la reina Isabel II de Inglaterra, que persiguiendo a sus inquietos corgis (“unos esnobs” [8]) termina cruzándose con la biblioteca ambulante del municipio de Westminster. Al entrar a la camioneta-biblioteca la reina no tiene intención de pedir prestado un libro, pero se siente obligada por la situación. “Ella aún no había resuelto su problema, porque sabía que si se marchaba con las manos vacías el señor Hutchings pensaría que la biblioteca era algo deficiente” (12). El señor Hutchings es el conductor-bibliotecario, pero también está la presencia de Norman, un joven que trabaja en la cocina de Buckingham y que está pidiendo un libro sobre Cecil Beaton mientras la reina está ahí. Finalmente la reina decide llevarse una novela de Ivy Compton-Burnett, a la que ella nombró Dame. Es un libro difícil de leer, pero ella llega hasta el final, ni siquiera se lo cuestiona: “Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así” (15). Ojo, con el plural mayestático.

Lo que viene después es una historia de amor, cómo la reina se enamora de la lectura y termina los libros no porque sea el comportamiento ideal, sino porque se abren mundos, se aprende, se siente placer. Al poco andar, se ponen en voz de este personaje real las siguientes palabras: “[…] pero aleccionar no es leer. De hecho, es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre” (25). Así, en pocas líneas una idea que yo ya sabía, que leer nunca termina, que un libro lleva a otro y así sucesivamente; que está bien no saber sobre algo, porque se lo puede conocer o aprender leyendo; pero que esa lectura no está destinada a ser el mejor de la clase, porque es incitante, atrevida, a veces derechamente loca.

Una lectora nada común, en todo caso, no es solo sobre el placer de leer. ¿Por qué tomar a un personaje de la realeza, cuestionado por su lugar y su razón de ser? ¿Hay una “lección” en esto? Creo que la palabra lección no se ajusta a este libro, porque no apela a que nos aprendamos la lección, de memoria, repitiendo luego algunas de las ideas que hemos retenido. Más bien, es una fábula, la de cómo una reina replantea su cargo y visión de mundo, porque aprende a leer y deja atrás el aleccionamiento que le había enseñado a comportarse, pero a mantener su vista fija. También me hace cavilar  acerca de la promoción de la lectura, que con esas palabras suena casi lejano, pero es relevante que los integrantes de una sociedad aprendan no a leer solamente, sino a pensar, que es más que juntar las letras y sílabas y aprender sus sonidos.

Yo no recuerdo que una lectura en especial me abriera el mundo. Los libros siempre estuvieron ahí en casa, con un llamativo letrero de “Léeme”. Por eso cuando nació mi hijo nunca le dije que no cuando quería tomar un libro, quería que fueran una invitación y no un ítem prohibido o “solo para adultos”. Como en el caso de la lectora de Bennett, lo mío ha sido una relación de largo aliento, un amor tan grande, que ahora paso todos los días imbuida en ella, ya sea por placer, ya sea por trabajo. Como en el libro, la lectura le abre un lugar a la escritura; una sabrá qué clase de escritura es la que tiene lugar.

Bennett, Alan. Una lectora nada común. Barcelona: Anagrama, 2008.