Los libros no terminan

El libro abierto es, de hecho, Leñador.

El libro abierto es, de hecho, Leñador.

El viernes pasado apareció en la revista digital 60 Watts (dedicada a la literatura), una reseña que escribí sobre el libro de Mike Wilson Leñador (¡pueden leer la reseña aquí!). No era la primera vez que escribía sobre esta novela publicada por un profesor del departamento de Literatura UC; también la había reseñado para Publimetro, en mi columna habitual de los viernes (o de los lunes cuando se les pasa subirla).

Aunque ambas reseñas tienen algunos puntos en común, como cuando me refiero a la estructura del libro –después de todo eso es algo que no cambia-, las centré en aspectos distintos e incluí citas diferentes también. Creo que lo fascinante de la lectura es que los libros nunca terminan y las lecturas que hagamos de ellos se van transformando, expandiendo: siempre hay algo nuevo o diferente que decir, algo que quedó en el tintero. Además en el caso de las reseñas, como crítica literaria pienso también en los distintos lectores: un público amplio en Publimetro, que seguramente ingresa al sitio web por sus aspectos noticiosos y descubre que hay una columna de libros; y uno específico en 60 Watts que busca específicamente leer sobre literatura.

Personalmente también es un desafío hacer más de un escrito sobre un mismo libro, porque me implica revisar mis apuntes, ir de nuevo sobre las citas marcadas, y descubrir tal vez una nueva mirada, un detalle que antes había pasado por alto. Como ven, no es solo un desafío, también es un placer.

Material mente diario y la ciudad como poesía: origen, tránsito y destino

En el poemario de Alejandra del Río, la ciudad aparece en varios niveles, y muchas veces aparece ligada a la palabra, de tal manera, que se convierte en una reflexión acerca del oficio de escribir, y que es oficio por cuanto sería material y cotidianamente necesario. En el caso de los poemas, necesario porque sólo a través de la palabra –especialmente escrita- se puede sanar.

ALEJANDRA DEL RÍO

Material mente diario 1998-2008

Santiago: Cuarto Propio, 2009

POR ALIDA MAYNE-NICHOLLS VERDI

Alejandra del Río

Material mente diario inicia con un poema titulado “Fábula”, que nos introduce en la reflexión metapoética de la autora Alejandra del Río, porque lo que cantan sus versos es la “ciudad de la poesía”. Esta ciudad se puede visitar, extrañar, pasear por ella, vivir “un buen tiempo”, resistir y procrear en ella. Y también morir en ella, aunque para eso hay que haber nacido en la ciudad de la poesía. Con la lectura del poemario, una se da cuenta de que la ciudad es origen –se viene de ella-, es lugar de tránsito –por lo cual toma distintas apariencias- y es destino.

Lorena Amaro (2009) sostiene que esas ciudades por las que Del Río transita son lejanas –y reales- y también simbólicas [1]. De hecho, son a la vez reales y simbólicas, porque cuando nos presenta “El cielo de Berlín”, nos está llevando en viaje hacia esa misma ciudad de la poesía que además de todo, la (nos) espera. Algunas espacios son sólo simbólicos, como cuando llega a Sión, y otras son demasiado reales, como el Santiago de 1980, que se convierte en “ciudad sitiada por el ojo carnicero” (64).

Para comprender esa “ciudad de la poesía” busco darle un nombre, y pienso en Shiraz, no en la actual ciudad iraní, sino en la urbe persa medieval. Si se busca sobre Shiraz, aparecerá ligada a la rosas, al vino y a los poetas, en particular a Hafez, quien escribió sus versos en el siglo XIV. El lugar común hace pensar en el Medio Oriente como exótico y misterioso, y a esa ciudad de la poesía como un sitio único y especial, como si para ser poeta hubiera que vivir en una especie de paraíso terrenal. En su libro Shiraz in the age of Hafez, John Limbert [2] plantea que la época en que Hafez escribió “violence and murderous anarchy prevaile[d] in the streets of Shiraz” [3] (ix). A pesar de eso, Hafez pudo ser poeta.

Vinculo esa situación a la de Material mente diario. Es hacia el final del poemario, que la hablante nos sitúa en el recuerdo de la niñez, en el Santiago de 1980 que mencionaba antes. El sujeto poético retoma su máscara de niña para poder reconstituir la perspectiva desde la cual lee el contexto social y familiar en que está inserta:

Tengo ocho años
Vivo en una ciudad sitiada por el ojo carnicero
Mi vida transcurre tras los armarios de Ana Frank
Y cuando salgo a la escuela
Noto miradas esquivas
Biografías sospechosas
La evidente labor de los demonios (64).

La ciudad de la infancia es terrible y ha acabado con la idea de una infancia inocente, a tal extremo, que incluso los juegos infantiles se han teñido de crudeza:

Nunca jugamos a ser madres
sólo en historias de terror

Abandonaban niños en la puerta de la casa
vivos y muertos
debíamos enterrarlos
formar un sindicato de huérfanos
implantar su reino de justicia (61).

Y, sin embargo, como Shiraz, ha logrado que poetas nazcan y escriban en ella. Cristián Gómez sostiene que son “los recorridos de la hablante los que la definen” (2010). Entonces tal vez no es “a pesar de” que se transforman en poetas, sino “por eso” que lo hacen. La razón podría ser que, junto a esas ciudades reales, en las que se vive y experimenta, en forma simultánea, existe esa “ciudad de la poesía”, de hecho, para Gómez en el poemario existe una “reivindicación de un arte que se entiende como destino”:

Una ciudad me espera
una ciudad en lo alto
allá no llegan las luces del cemento
allá no alcanza el humo de la vergüenza (53).

La ciudad es la poesía y el tránsito es también escribir. Vuelvo a la idea de lo material, a que escribir es oficio, un ejercicio, y no sólo arte. Del Río deja claras marcas de la materialidad del escribir y del compromiso del cuerpo –no sólo de la mente- que implica. Así en la primera parte del poemario, titulada “La mesa” –mesa en la que se escribe, por cierto- sitúa en el origen la hoja en blanco que “me quiebra” (20) y acentúa la necesidad/obligatoriedad de escribir: “la mano con que escribo encadenada a la tablilla” (15).

Del Río también lo materializa en sus imágenes, al convertir a la poesía en ciudad y a la palabra en río, que es anterior a toda construcción poética [4]. El sujeto que llega al río tiene una piel “erguida de astillas”, pero “cuando pongo los pies en él / la piel se me reconstituye / se hace curvatura lo que urgía con espinas” (54). La palabra se convierte en sanadora, y el medio para sanar es escribir, tomar ese río de palabras y convertirlos en palabras poéticas, como parte de una actividad que involucra lo material, la mente, y la acción diaria, cotidiana. Así cobra sentido que el poema en que recuerda cómo jugaba a ser madre de niños muertos y abandonados en la dictadura chilena, lleve por nombre “Resiliencia”. De hecho, si salimos de lo textual, y nos centramos en la vida de Alejandra del Río, podemos encontrar que ella ha desarrollado la escritura como terapia, lo que ha trabajado con jóvenes en Alemania. El planteamiento parece ser que para sanar –para que opere la resiliencia- no se deben dejar las experiencias –por terribles que sean- en el olvido, sino traerlas, escribirlas, volverlas –en su caso- en palabra poética. Al respecto el texto es explícito: “el olvido no existe” (70).

En el poema “Simultánea y remota (Santiago de Chile, año 1980)”, los últimos dos versos dicen: “Tengo ocho años y si cumplo cien / seguiré teniendo ocho años” (66). La experiencia de la infancia sigue siendo parte de la identidad del sujeto, incluso cuando cumpla los cien años. El poemario está organizado en forma material en cuatro partes: Primero “La mesa”, luego “La mano” que escribe, después “Los pies” que son los que transitan y finalmente “La ventana”, en que vemos que el camino continúa, no se detiene, sino que va encontrando –a medida que sigue- ventanas de expresión. Para seguir escribiendo, hay que seguir viviendo y experimentando: “Deseo seguir viajando en este tren / sujeta a mi diario / aferrada a las líneas regulares de la siembra” (70). Material mente diario ha sido una bitácora del viaje transcurrido hasta el momento, lo que transforma la lectura metapoética, en una reflexión muy personal, no es simplemente una pregunta por la poesía, sino por cómo “yo” hago poesía. Por eso la relación con la poesía no es siempre igual, como vimos al comienzo en “Fábula”: a la poesía se la visita, se la extraña, se pasea por ella, se nace y se muere en ella. Y como es ejercicio, y es material, la respuesta de cómo el sujeto del poemario hace poesía, se encuentra explícita en los últimos versos de “Expreso de mediodía”, el poema que cierra el libro: “la mano completa lo desproporcionado” (Ibíd).

REFERENCIAS

Amaro, Lorena. “La enfermedad del regreso material”. Blog La calle Passy 061, http://lacallepassy061.blogspot.com/2009/09/la-enfermedad-del-regreso-material.html, 2009. (Consultado el 27 de diciembre de 2010).

Del Río, Alejandra. Material mente diario 1998-2008. Santiago: Editorial Cuarto propio, 2009.

Gómez, Cristián. Sitio web Letras.s5.com, http://letras.s5.com/cgo040310.html, 2010. (Consultado el 4 de enero de 2011)

Limbert, John. Shiraz in the age of Hafez. United States: University of Washington Press, 2004.

NOTAS

[1] Cito el artículo de la académica Lorena Amaro titulado “La enfermedad del regreso material”, que tiene sólo una publicación electrónica.

[2] Limbert es doctorado en Historia y Estudios del Medio Oriente, y ha desarrollado una carrera diplomática en Estados Unidos, incluyendo labores en Irán.

[3] Traduzco como “la violencia y la anarquía asesina prevalecían en las calles de Shiraz”.

[4] Cristián Gómez plantea al respecto que “la poesía se considera no como parte de la literatura, sino como algo que necesariamente la antecede. El poema sería previo, en consecuencia, a cualquier actividad poética” (2010).

*Este mini ensayo fue publicado originalmente en la revista virtual Dominios perdidos de los estudiantes de posgrado de la Facultad de Letras UC.

Necesidad de una genealogía

MARGO GLANTZ

Las genealogías

México: Editorial Alfaguara, 1997

Por Alida Mayne-Nicholls

Margo Glantz

La escritora Margo Glantz

“Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad” (17), escribe la autora mexicana Margo Glantz al comienzo de Las genealogías, una autobiografía destinada a recomponer a través de la escritura la historia familiar. La palabra necesidad parece la clave y en ese sentido cabe preguntarnos por qué la escritora siente la necesidad de armar su árbol genealógico en plena madurez. Ella misma responde a esa interrogante en su prólogo: “Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo –éstas- mis genealogías” (21).

En la lectura de este libro puede no ser necesario conocer la obra de esta autora e investigadora literaria, pero sí es preciso abrirse a algunos de sus datos geográficos y reconocer en ella a una judía mexicana, hija de padres judíos rusos, que abandonaron su país para tener un mejor futuro en una tierra diferente. Cuando ella habla de que en su casa tiene tanto un candelabro de nueve velas como las imágenes de santos católicos, está graficando que su base es compleja y, por tal motivo, necesita emprender un viaje que le dé sentido a su existencia, y eso lo hace desde la perspectiva que da la madurez.

Las genealogías se inscribe en el ámbito de los géneros referenciales, podemos reconocer una escritura autobiográfica. Glantz escribe en primera persona acerca de su vida y la de su familia, a partir de las conversaciones con sus padres, que emigraron jóvenes desde Rusia a México. Un texto, por autobiográfico que sea, representa un campo ambiguo, puesto que su material es la vida real, acontecimientos que existieron, pero su construcción convierte esa vida en una narración que podríamos considerar ficcional. De esta manera, sus padres, ella misma, personas que habitan o habitaron el mundo, se convierten en personajes de esa narración que se conforma en el papel.

El relato se nos presenta en fragmentos relativamente breves, de dos o tres páginas, y que carecen de título o epígrafe que guíen al lector. El texto no sigue un orden cronológico ni lineal. Por el contrario, el carácter fragmentario hace que saltemos de un tema a otro sin relación, en capítulos contiguos, o bien que la narración retroceda en el tiempo, o insista en temas tratados anteriormente. Es así como hacia la mitad del relato nos habla de la muerte de su padre –“Mi padre murió una madrugada del 2 de enero de 1982” (92)-, sólo para volver a traerlo a la vida –como personaje- en las escenas de conversaciones que aparecen posteriormente en el libro.

Algunos estudios sostienen que la escritura femenina tiende a ser discontinua y fragmentaria. Ciertamente esto no se trata de una característica sine qua non que determine cómo deber ser la escritura realizada por mujeres. Pero sí es interesante lo que plantean autoras como Domna Stanton, en el sentido de que si una mujer opta por una estructura fragmentaria, es porque se ajusta a la condición de sujeto escindido.

Es un sujeto escindido por cuanto no puede ofrecer una imagen completa de sí misma. Volvamos a las palabras iniciales de Margo Glantz: “parezco judía y no lo parezco”. Me parece relevante para adentrarnos en la lectura de Las genealogías, el tener presente el género femenino de la autora, por cuanto podemos considerar su trabajo autobiográfico como un esfuerzo en la búsqueda de la voz propia, de constituirse como sujeto más allá de las convenciones.

Tomar la perspectiva de género no es casual, Glantz da pie para esto en la edición de 1997 del libro, que incluye una suerte de epílogo titulado “La (su) nave de los inmigrantes”, en que la memoria familiar se ha convertido, de pronto, en la memoria materna. Es Lucy Glantz la que da sentido a la herencia de Margo y la escritora valida esto al intercalar las palabras de su madre, intuitivas y emocionales, con las suyas, de carácter más estructurado. La pregunta por el quién soy, tiene, al menos, una respuesta:

“Una transmutación se ha producido: la separación forzosa que en Rusia se establece, esa división entre cristianos rusos y judíos rusos […] desaparece al tocar tierra mexicana. Aquí judíos rusos y rusos cristianos, rusos socialistas y rusos blancos se sienten unidos por el idioma, las costumbres, la comida del país que han tenido que abandonar” (236).

El sello femenino se presenta incluso en las últimas líneas de este epílogo, que siguen concentradas en la figura materna, a la que se refiere como “ese cuerpo que me permitió ser lo que soy” (240). Para comprender quién es ella, resulta necesario volver a la matriz y esa matriz es su madre, a la que llora y admira y a quien “escribo estas precarias palabras totalmente insuficientes para recordarla y para ponerle punto final, ahora sí, a mis genealogías” (Ibíd).

Nos volvemos a conectar entonces con la herencia hebrea de la autora, puesto que si está volviendo a la matriz, si es al hablar de su madre que puede poner fin a su genealogía, es porque es la madre quien transmite dicha herencia. Es judía porque su madre es judía, pero de una nueva manera que fue posible gracias al renacimiento –o transmutación en palabras de la escritora-, que las comunidades rusas cristianas y judías viven en México. “El idioma, las costumbres, el territorio, el clima liman las diferencias [entre los grupos], unifican, integran a una misma y reciente tradición” (237).

Esto me lleva a una nueva interrogante: ¿Por qué la búsqueda de la genealogía no se completa en la oralidad de las conversaciones, sino en el espacio textual? Es necesario escribir dicha travesía, primero en el formato de columnas que aparecieron en el periódico mexicano Unomásuno, y luego –después de un proceso de edición- en el libro Las genealogías. ¿Por qué? Podemos encontrar una razón en que la mujer construye su identidad en el ya citado espacio textual. Margo Glantz busca su propia voz –como mujer, no sólo como autora- a través del relato autobiográfico.

Llama la atención el hecho de que el libro no se llama “mi genealogía” o “la genealogía”, sino que Glantz opta por el plural, tal vez haciéndose eco de que la identidad femenina –su identidad femenina- no es un estereotipo, sino una construcción compleja, realizada a partir de una pluralidad de voces, tanto la de la madre como la del padre, aunque ella esté dándole prioridad a la materna.

Al respecto, Glantz escribe: “Vivir con alguien es, probablemente, perder algo de la propia identidad. Vivir contagia: mi padre corrige la infancia de mi madre y ella oye con impaciencia ciertas versiones de la infancia de mi padre” (119). Hay algo contradictorio en los conceptos de perder y contagiar, bien podría pensarse que el contagio en el texto habla de sumar algo. Sí existe el reconocimiento de que la identidad no se forma en un ambiente aislado o neutro, sino en relación con los demás. Así, reconocemos que el sujeto que se forma en la narración, lo hace en diálogo con los otros: el padre, la madre, las hermanas presentes en sus recuerdos, el tío Volodia, los parientes en Estados Unidos, los que permanecieron en Rusia, etc.

Al responder a una multiplicidad de voces, no sorprende la elección de una estructura fragmentaria. Especialmente porque los recuerdos se articulan de forma orgánica, según las necesidades de la narradora/autora, que nos vuelve a contar su historia. Ella está conciente de que acudir a la memoria –la de ella y los suyos- es un tema complejo, por cuanto los recuerdos nunca son la vida misma ni se presentan de la misma forma. Asimismo, de todos los recuerdos, debe elegirse aquellos que tienen sentido en el relato principal: la conformación de las genealogías de Margo Glantz. De tal manera, es comprensible que muchas historias queden fuera, porque no son parte de la búsqueda del origen o porque su conexión aparece dudosa o redundante. “[…] surgen mil historias que ya no caben en estas páginas, porque mis dedos se cansan” (229-230) escribe Glantz, haciendo explícita la reflexión acerca de la memoria, en medio de la narración autobiográfica que ella ha ido elaborando fragmento tras fragmento.

No cabe duda que hay una elaboración, lo que leemos no es la vida misma de los Glantz, sino la construcción que la autora ha hecho a partir de esos relatos extratextuales. Ella misma lo manifiesta: “la duda permanece porque los datos varían cada vez que se le da cuerda al recuerdo” (26).

La estructura digresiva y discontinua permite una lectura fluida, en la que la narradora maneja el ritmo del relato alternando distintos rasgos. Así se mueve desde el relato emotivo y dramático, como el recuerdo de los pogroms, en los que la única manera de sobrevivir era esconderse sin mirar atrás; hasta otros más jocosos, como los pasajes en que el padre de Margo insiste en el buen humor de sus antepasados, utilizando siempre como ejemplo la anécdota en que el bisabuelo “aconsejó a los miembros de la aldea que pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho” (25-26).

Las anécdotas y recuerdos que en una primera instancia podrían parecer como partes sueltas, constituyen un todo que permite que como lectores terminemos –o comencemos- a configurar ese mundo del que provenían, la comunidad judía que vive en Rusia, el viaje a América, cómo se adopta un nueva vida en México, etc. Asimismo, presenta un interesante panorama de la actividad cultural e intelectual en la primera mitad del siglo XX mexicano, provisto por los relatos del padre de Margo, tanto los relativos a los muralistas, como a los poetas y escritores con los que convivió.

Margo Glantz no se preocupa de hacer historia oficial, no llena de fechas ni de hitos su relato, pero a través de su petite histoire, su historia mínima por cuanto corresponde a la originalidad de ser la vivencia de su familia y no de otra, permite que nos formemos una idea de lo que significó para otras familias judías el trasladarse a una parte desconocida del mundo a recomenzar. Hay una cierta explicitación de esto en el mismo texto, cuando Margo viaja a Rusia “para convertirme en la primera persona de la familia (mexicana) en rehacer el trayecto” que hicieron sus padres. Allí ella conoce a un profesor universitario que también vivió en México, que también llegó a tierras americanas a bordo del barco holandés Spaardam. Entonces la historia pequeña de los Glantz se convierte en la de la comunidad judía que llegó a comenzar una nueva vida a México, un poco por casualidad, pero que fue capaz de adoptar ese nuevo lugar en el propio, es decir, reterritorializarse: “El paso siguiente es la nave, el paréntesis perfecto entre los dos mundos, el lugar ideal para las metamorfosis que en México se producen plenamente; por ejemplo, aquí nacimos nosotras, mis hermanas y yo” (240).

Historias de mudanzas

ALEJANDRO ZAMBRA

Fantasía

En Bogotá 39: antología de cuento latinoamericano

Barcelona: Ediciones B, 2007

POR ALIDA MAYNE-NICHOLLS VERDI

Alejandro Zambra

El escritor Alejandro Zambra

Recuerdo claramente mi primera mudanza. Tenía ocho años y toda la gran casa de calle Baquedano en Iquique se había desarmado, catalogado y embalado. Mis queridas pertenencias estaban todas empaquetadas como parte de un proceso que no acababa de entender. Porque mudarse –no sólo de casa, sino de ciudad- era darme cuenta por primera vez de que el paso del tiempo significa cambio. Dejar atrás lo conocido, lo querido, lo seguro por lo incierto, lo desconocido, y lo que todavía no sabía si llegaría a querer.

Lo que más me gustaba de la mudanza eran esas enormes cajas de madera en la que traían el té de hojas desde el Oriente. Era el mejor ícono que podía tener de todo aquello que estaba aconteciendo.

El cuento “Fantasía” de Alejandro Zambra me hizo recordar esa época y darme cuenta de que en mi historia no había ni camión de mudanza ni hombres que bajaron las cajas por la larguísima escalera desde el segundo piso hasta la calle. Es como si no hubieran existido, como si un día las cajas hubieran estado en los salones de Iquique y al día siguiente –¿o tomó más tiempo?- en Copiapó.

A medida que pasaba las páginas, más presionaba a mis recuerdos, tratando de dar con algún rostro extraño en medio de las imágenes que conservo. Casi llegué a imaginarme a esa gente olvidada como los personajes del relato de Zambra: Luis Miguel, Nadia y el narrador protagonista de esta historia, que es un poco historia de amor y desamor, otro poco amistad y, más que nada, cómo el tiempo significa cambio.

“Fantasía” es un relato de apenas siete páginas, en las que la pequeña historia de amor del narrador y Luis Miguel, y su relación de amistad con Nadia, se refleja a través del trabajo en la compañía de mudanzas que los tres manejan con un solo camión y que recibe el nombre de Fantasía.

El título no podría ser más acertado, porque es una fantasía pensar que la inusual relación entre los tres va a perdurar. Es una fantasía creer que Luis Miguel va a dejar a su esposa, que él y el narrador podrán mantener su relación por más años.

La palabra fantasía me hace pensar en las ilusiones, las potencialidades que significa la mudanza, el supuesto de comenzar una nueva vida, la posibilidad de partir de cero, dejando atrás todo aquello de lo cual uno se avergüenza y tratar de inventarse a una misma. Pero si son fantasías, entonces esas potencialidades están truncadas desde el mismo nacimiento, la sola palabra encierra posibilidad y frustración al mismo tiempo.

Cuando tenía ocho años, no había mucho que cambiar. Simplemente descubrí que mi vida en Copiapó era similar a la que teníamos en Iquique. Sólo el escenario había cambiado. En la plaza ya no había palmeras y jotes, sino sauces y palomas; el sol ya no desaparecía en el mar, y ya nunca más sentiría en forma cotidiana el ruido de las olas mezclado con ese exquisito sabor salado del aire.

Las mudanzas que se producen en el cuento de Zambra significan cambios profundos, y también renuncias. El narrador se olvida definitivamente de la universidad y obtiene su anhelada libertad; Nadia se separa del yugo de la madre. Pero la mayor renuncia es la que hará Luis Miguel al optar por su familia y mudarse a Puente Alto.

Asumir que la temporada feliz que los tres personajes pasan en torno a la compañía de mudanzas, acabará en renuncia, no le quita méritos al cuento. Por el contrario, Zambra logra con clara habilidad transformar esta pequeña y sencilla historia, en una que lo remueve a uno, que lo invade con su ternura.

La manera en que el cuento está narrado es clave para evocar las diversas emociones por las que pasa el narrador. La historia está contada a través de las anécdotas más importantes que marcaron la época en que los tres vivían juntos: La muerte del padre; la primera visita de Luis Miguel; la llegada de Nadia a la casa; la inesperada visita de la madre del narrador; la partida de Luis Miguel.

Cómo no conectar con esa forma de recordar –porque el narrador está escribiendo sus recuerdos-. Yo no logro dar con los hombres de la mudanza que participaron en el adiós a Iquique, pero sí recuerdo la fiesta de despedida que mis amigas me dieron en la casa de la Cindy Alvarez en Playa Brava. También recuerdo la impresión de descubrir el jardín y el patio de la casa de Copiapó, y ese terrible primer día de clases en un colegio nuevo, en que apenas me salía un hilo de voz cuando alguien preguntaba mi nombre y tenía que decirlo siempre más de una vez para que entendieran cómo se pronunciaba.

Mirados a la distancia no parecen la gran cosa. Difícilmente puedo compararlos con la pérdida del amor que tan bien describe Zambra con la mayor ausencia de palabras posible: “No volveremos a vernos, le dije, y él asintió. Nadia lo abrazó con cariño. Yo no lo abracé: yo salí y esperé a mi amiga afuera durante dos o diez minutos interminables”.

La idea de la mudanza me hace pensar en el cambio, en el paso del tiempo, y Zambra logra ese efecto: la sensación de estar en un continuo devenir.

La verdad es que esa primera mudanza –la mía- me dio mucha pena. A pesar del éxtasis de la casa embalada, de las olorosas cajas de té llenas de nuestras pertenencias, del juego de viajar por la carretera hasta Copiapó. Zambra me recordó esa pena, ese no querer desprenderse de aquello tan amado, la casa vieja a cuatro cuadras de la playa, la mesa de ping pong, el regreso en Victoria desde el mercado.

Zambra no menciona nada de eso, pero su relato es tan honesto, sus personajes son tan frágiles y sus fantasías, tan vívidas. Lo logra todo con sus frases cortas, no necesita darse vueltas en una idea. Basta con lanzar un par de palabras, directas como “Los días siguientes fueron horribles. Horribles e innecesarios”.

La simpleza del relato lo hace atractivo. Ahí está la conexión que logré con una historia que poco y nada tiene que ver con la mía. Al principio me chocó, porque el cuento parte con una rabia que me descolocó, que me hizo dudar de hacia dónde iría la historia.

No parecía haber mucha fantasía en esos primeros párrafos, sino todo lo contrario. Sin embargo, el sentimiento muta con fluidez. La llegada del amor –porque aunque el narrador no lo admita, allí había amor, allí había una familia – transforma el rencor y la rabia contra el padre, contra el camión que dejó, contra la madre que se fue al sur, sin decir que era para siempre.

La ternura se abre paso a través del relato para mutar una vez más, para acabar ya no en el rencor, sino en la aridez del alma. La historia de amor y la fantasía, ya no son más que palabras, un recuerdo escrito, nada más.

Al final siento lástima por ese narrador que se cierra, que pareciera ya no ser capaz ni de sentir rabia ni de sentir amor, que está vacío. Mi perspectiva es que en la vida hay nuevas mudanzas, que ya no son simples ilusiones. Que lo que dio pena, puede convertirse en una alegría mayor. Pero no se trata de cambiar el final del relato. Eso sería “horrible e innecesario”.

*Esta crítica fue publicada en RE: Revista de Estética, número 1, pag. 8-9, 2008. Santiago.