Presentación de El exitoso (e increíble) Caso Y

El martes 28 de abril fui una de las presentadoras del libro El exitoso (e increíble) Caso Y de Ricardo Candia, editado por Ceibo. Fue un hermoso encuentro en el Café Literario del Parque Bustamante. A continuación encontrarán el texto que leí.

 

Portada de El exitoso (e increíble) Caso Y, de Ricardo Candia

Portada de El exitoso (e increíble) Caso Y, de Ricardo Candia

“Recuerda que los niños nacen para ser felices” (102), le dice un juez al Yague, el protagonista de El exitoso (e increíble) Caso Y. Qué fácil parece una declaración así, cuando en realidad nadie se está involucrando en la vida de un niño que considera que nació muerto, que respira, pero que está muerto. Como adultos nos pasamos pensando, reflexionando y teorizando en torno a la infancia, convencidos de que los niños son el futuro del mundo, como si fuera decisión y deber de los niños y niñas el hacer del mundo un lugar mejor en que vivir. El psicólogo Peter Gray estudia el juego en los niños y plantea que si los niños desarrollan juegos violentos es porque el mundo creado por los adultos es violento. “Es un error”, dice, “pensar que de alguna forma podemos reformar el mundo en el futuro controlando los juegos de los niños y controlando lo que aprenden; los niños seguirán el mismo camino. Los niños deben, y lo harán, prepararse para el mundo real para el cual deben adaptarse para sobrevivir”. Esta idea me rondó durante toda la lectura del libro de Ricardo Candia. Tengamos presente al niño protagonista, parido y dejado en un basurero, un sobreviviente desde el primer minuto de vida. Ese primer hecho será una marca constante, tanto así que parece que el Yague nunca deja el basurero, sino que este toma distintas representaciones: desde la casa de la abuela materna hasta los hogares para niños abandonados y la cárcel. Y noto además esa palabra hogar, que aparece trastocada, vaciada de su significado: ni la casa de la abuela ni los centros para niños son hogares realmente, no hay calor ni familia.

El término infancia viene del latín infans, que remite a lo mudo, a lo inarticulado, sin palabras. Y, sin embargo, nos encontramos que el Yague es el narrador de su propia historia. El uso que hace del lenguaje es sofisticado en las primeras páginas: desde la construcción de las oraciones hasta el empleo  de adjetivos e imágenes. Ese primer Yague que conocemos nos está hablando desde otro plano, él mismo nos previene que ya ha muerto y que siente una necesidad quemante de contar qué le sucedió: “Movediza, con una cadencia porosa y blanda, me recibe la muerte”, leemos apenas en la primera línea de la novela. Cada vez que aparezca este Yague posterreno, el lenguaje volverá a hacerse sofisticado, en un recurso del autor por configurar dos niveles distintos: el del niño que ha nacido en un basurero y el del niño que ha escapado de él. A poco andar el lenguaje mutará: a medida que el niño vaya narrando sus primeros días de vida irá recuperando una suerte de inarticulación, pero más que nada, iremos viendo cómo va adquiriendo un lenguaje de la calle que va apoderándose de las líneas y los párrafos. Sin embargo, siempre hay palabras, este infante  no es mudo, si bien, muchas veces elige el silencio cuando se relaciona con los adultos de los hogares, del mundo político, los psicólogos y médicos que tratan de convertirlo en un caso, pero, nuevamente, sin involucrarse realmente.

Por supuesto, cada vez que un autor narra desde la perspectiva de un niño está simulando su voz, de eso no cabe duda. Y hay distintas estrategias retóricas para lograrlo. Henry James, por ejemplo, creía que había que usar un lenguaje indirecto. El Yague nos apela directamente, sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. Reflexionado sobre este aspecto a medida que leía la novela, llegué a este párrafo: “Durante los días que estuve en el Hogar me di cuenta de que yo había cambiado mucho comparado con los cabros de mi misma edad que aún seguían ahí. Les escuchaba sus conversaciones, sus juegos y sus peleas, y eran todas cosas de niños, que no se comparaban con lo que yo había visto y vivido en la calle, aun cuando tenían la misma expresión de miedo que tenemos todos” (69). El Yague ha vuelto al hogar después de vivir muchos años en la calle y lo que nota al reencontrarse con sus contemporáneos del hogar, es que ellos siguen siendo niños y que él ya no lo es. ¿Por qué no es ya un niño? Estamos acostumbrados a considerar que los niños y niñas son inocentes, deben ser protegidos; si hacen el mal es porque no saben lo que están haciendo. La investigadora Susan Honeyman llama a eso “obviedades de la infancia”, que no son más que categorías que usamos para etiquetar a los niños y niñas, para definir cómo creemos que deberían ser y tratarlos acorde. Pero cuando salimos de las generalizaciones, nos damos cuenta de que esas no son más que categorías inasibles. Desde una perspectiva tradicional no podríamos considerar al Yague como un niño inocente –y el término inocencia me complica, es complicado, pero no profundizaré en torno a eso en esta presentación-, pero, ¿quiere decir eso que ya no es niño? Cuando fue publicado El señor de las moscas  de William Golding, los críticos se confundían por estos niños que, sin supervisión adulta, eran capaces de todo. Reinhard Kuhn, de hecho, los llamó no-niños, nonchildren. Muchas veces, al leer El exitoso (e increíble) Caso Y, nos perdemos en el tiempo: son tantas las experiencias que va atravesando el Yague que pareciera que han pasado muchos años, hasta que llegan pequeños datos que nos devuelven la mirada, como cuando el Yague recuerda: “[…] y creo que aún no tenía once años” (77). No crecerá mucho más que eso.

Es interesante la aproximación de Ricardo Candia y cómo conforma a este Yague, que sí es un niño, un niño al que se le han negado cosas, que ha sido convertido casi en un estrella de reality show justamente por el hecho de ser capaz de todo; pero al darle voz, Candia nos presenta un personaje complejo: que no es simplemente malvado porque ya no sea inocente, sino que está lleno de aristas, de luces y sombras, como todos. Por eso no llamaré al Yague un no-niño, porque no lo es. Es solo que, a diferencia de lo que dice el juez, los niños no son simplemente felices porque nacen, alguien tiene que hacerse cargo de ello; y eso quiere decir involucrarse. No me extraña entonces que haya una crítica grande a las instituciones que se quedan en las firmas de proyectos, en las fotografías de relaciones públicas, pero que no se involucran. Cada vez que al Yague se le aproximan para “volverlo al redil”, solo se trata de un acercamiento superficial. Y eso nos plantea preguntas duras: qué debemos hacer, cómo actuar, cómo cambiar las cosas para que haya otras salidas del basurero, para que no haya basurero alguno, para que la vida de un niño no se convierta en un caso (exitoso, increíble, frustrado, perdido).

No olvido que esta es una obra de ficción, que no hay un Yague hablándonos realmente. Pero tampoco olvido que una obra de ficción nos llama a reflexionar, nos remece. Eso sucede con El exitoso (e increíble) Caso Y.

Algunas ideas y un recuerdo sobre la enseñanza

El lector común, Virginia Woolf

El lector común, Virginia Woolf

La llegada de marzo ha significado el regreso a clases. Mi hijo ha comenzado kinder y yo un nuevo semestre del doctorado, incluyendo una ayudantía en Letras Inglesas. Y las clases, por supuesto, implican enseñanza. La convocatoria al II Congreso Internacional de Poesía llama a reflexionar en torno, justamente, a la enseñanza de la poesía, tema que el otro día fui conversando con una amiga en el trayecto en auto hacia la universidad. Lanzamos ideas acerca de cómo la enseñanza puede quedarse encerrada en los límites de reglas, en vez de profundizar sobre la experiencia estética (claramente personal) de los niños al leer una poesía (lo que, además, vale para otros textos literarios a los que se aproximen en sus cursos).

También hablamos del peligro de que como profesores (aunque en realidad no nos estábamos refiriendo a nosotras) nos quedemos pegados en ciertas interpretaciones canónicas sin escuchar lo que los alumnos tienen que proponer. Ese último punto me trajo un recuerdo; es bastante antiguo, diría yo: estaba en la universidad y tenía dieciocho años. Había una clase en que simplemente debíamos escribir de lo que nos diera la gana. Yo adoraba Orgullo y Prejuicio (todavía) y quise escribir algo sobre Jane Austen. No recuerdo el contexto, pero imagino que quise decir algo acerca de lo temprano que comenzó a escribir: a los quince años había escrito su primera novela, llamada Amor y Amistad. Para esto cité el ensayo de Virginia Woolf sobre Austen. Con eso en la mano, la profesora decidió corregirme, diciéndome que seguramente había entendido mal a Woolf, después de todo, ella es difícil de leer. Bueno, yo no estaba comentado Las olas, sino citando un ensayo. Yo puedo entender que la profesora en cuestión no hubiera leído ese ensayo, que no supiera de la existencia de Amor y Amistad (que, dicho sea de paso, ahora se puede adquirir en librerías en español), pero acusarme a viva voz de no haber entendido lo que Woolf decía… qué puedo decir, no creo que haya sido el mejor acercamiento pedagógico, especialmente porque 1) era verdad y 2) la escritura de Woolf no admite dudas:

Para empezar esa muchachita remilgada que a Philadelphia le pareció tan distinta de una niña de doce años, caprichosa y afectada, pronto se iba a convertir en la autora de una historia sorprendente y poco pueril, Amor y Amistad, que, por increíble que parezca, escribió con quince años (“Jane Austen” 44-45).

Hubiera sido mejor que dijera que no sabía de eso y que lo había encontrado interesante, por ejemplo, o que le hubiera gustado que yo leyera a V. Woolf; por último, que no hubiera dicho nada en absoluto.

Un comentario así podría haberme alejado de la literatura (en ese tiempo estudiaba periodismo) o de Virginia Woolf, por lo menos. Hoy es una anécdota que me recuerda lo importante –y difícil- que es la enseñanza. En términos más personales, me hace pensar en que con razón me tomó tiempo en encontrar mi lugar; no hay que dejar de buscarlo.

Nota: El texto de Woolf puede encontrarse en El lector común. España: Debolsillo, 2010.

Eric y el Hombre-Chancho, un cuento de John Wain

La visión que tiene mi hijo Tony de los hombres chancho.

La visión que tiene mi hijo Tony de los hombres chancho.

Sí que fueron largas las vacaciones que se tomó Bueno, Bonito y Letrado. Yo, sin embargo, no estuve realmente de vacaciones, pero eso es otra historia. Lo que sí puedo decir es que estoy contenta de escribir de nuevo para este blog y traigo un texto que había estado dando vueltas en mi cabeza harto tiempo. Durante el segundo semestre del año pasado fui ayudante de un curso de teoría crítica literaria en Letras Inglesas UC. Fue genial trabajar con Andrea Casals, la profesora de ese curso, y también poder participar en una asignatura completamente en inglés; feliz, de hecho, de haber podido hacer algunas clases en inglés. Como trabajo final, los estudiantes tenían que escribir un paper para el cual les propusimos un corpus de cuentos de entre los cuales tenían que escoger para su artículo. Uno de esos cuentos era “A Message from the Pig-Man” de John Wain. Cuando lo leí, amé el cuento y tuve ganas de escribir algo al respecto, pero preferí no hacerlo porque era uno de los relatos que podían usar los estudiantes del curso. No es que fueran lectores de mi blog necesariamente, pero, en fin, me dije que era mejor de esta manera.

El cuento se centra en la figura de un niño de cinco años, casi seis, que está pasando de llamarse Ekky (es decir, de ser tratado como niño) a usar su verdadero nombre, Eric. Y el Pig-Man, el Hombre-Chancho, es una figura misteriosa que ronda la casa: ¿un híbrido, un monstruo; un animal o un hombre? El niño no lo sabe, pero le teme, especialmente a lo desconocido, a no saber efectivamente qué es y, por lo tanto, no tener las herramientas para lidiar con él. Entonces es puesto a prueba cuando su madre le pide que tome el balde con restos orgánicos y le dé alcance al Hombre-Chancho y se lo dé.

Mi hijo Tony y sus hombres chancho

Mi hijo Tony y sus hombres chancho

Cuando lo terminé me dije que debía leérselo a mi hijo, que cumplió cinco en diciembre. No lo he hecho, porque tengo el cuento en inglés; pero sí estoy trabajando en una traducción. ¿Por qué pensé inmediatamente en mi hijo? Bueno, uno de los aspectos notables del texto es cómo la narración gira en torno a Ekky-Eric. El niño no es solo una excusa, sino que la perspectiva del relato está en él; el narrador quiere compartir su visión y, por lo tanto, su opinión del mundo adulto. Al hacerlo, Wain grafica de manera natural y sin la necesidad de decirlo literalmente, el quiebre entre el mundo de la infancia y mundo adulto; la distancia que se produce entre ambos y, por supuesto, el problema que se suscita con el lenguaje. El niño y su madre tienen un problema de comunicación básico: hablan (o entienden) distintos idiomas. Mientras el niño es directo y dice lo que piensa y lo que quiere, por lo cual no es extraño que se imagine un hombre con patas de chancho, aunque la lógica le haga desechar esa idea, después de todo, si el Pig-Man no tiene manos, ¿cómo podría llevarse el balde? La madre, en cambio, siempre prefiere lo tangencial, los eufemismos, los cambios de tono (Eric vuelve a ser Ekky cuando ella quiere remarcar que es muy niño para entender lo que pasa entre ella y su padre) y finalmente el silencio.

La posición de la madre nos habla de la posición del mundo: ver al niño como alguien que no es un ser completo, sino que un adulto en potencia y, por lo tanto, un adulto en falta, es decir, incapaz de comprender. Pero la madre no quiere decirle a su hijo que el padre ya no vivirá más con ellos y que ella tiene un nuevo novio porque ¿Eric no sería capaz de entenderlo o porque ella no es capaz de reconocer la situación? ¿O tal vez es una forma de hacerle el quite al conflicto? Y, sin embargo, a pesar del choque en la comunicación, del querer restarle voz al niño, Eric es capaz de hacerle frente al Pig-Man, a sus miedos y reconocer las preguntas que lo agobian. Es decir, aunque los adultos no le den crédito total, como se lo daría a un adulto, él no lo necesita para tomar sus propias decisiones, llegar a sus propias conclusiones y aprender del mundo.

El escritor John Wain

El escritor John Wain

Más allá de estas disquisiciones acerca del niño, su voz y su agencia (y claro que la tienen), “A Message from the Pig-Man” es una delicia de leer, tan bien escrito, fluido; pero también cómo se conforma este niño que pareciera que se puede tocar. En el caso de la madre no queda, sin embargo, como un personaje unidimensional; en su reticencia a tocar ciertos temas, la vemos también como una mujer con problemas, confundida, temerosa de remover ciertos aspectos de la vida. A todo esto, Wain era considerado parte de los Angry Young Men, denominación que se dio a un grupo de escritores británicos en la década de 1950, en que uno de los más renombrados pueda ser el dramaturgo John Osborne, quien escribió Don’t look back in anger (1956), de más está decir que ese título se transformó en un emblema que ha sido retomado una y otra vez, incluso por aquel hermano conflictivo: Noel Gallagher, quien tituló así una de las canciones de (What’s the story) Morning Glory? (1996). Otros hombres airados fueron Harold Pinter, Kingsley Amis y Alan Sillitoe. Y Wain también fue parte de los Inklings, el grupo de intelectuales de Oxford que reunía a un par de famosos: C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Por el momento solo puedo decir: ¡wow! Y seguir buscando otros textos escritos por Wain.

En conmemoración de Cecilia Casanova

Cecilia Casanova en 1960

Cecilia Casanova en 1960

Cuando un amigo me avisó de la muerte de Cecilia Casanova (1926-2014), poeta chilena de la Generación del 50, pensé en el poema “En conmemoración nuestra”:

Le pido al jardinero

que en conmemoración nuestra

no barra las hojas

Me recuerdan el jardín

de Vía Aurelia Orientale

cuando los gansos nadaban en el estero

y la muerte andaba lejos (25).

La muerte ronda en Poemas del vago y del simpático, el poemario en que aparecen los versos que transcribí más arriba, es especial para mí. Es un libro muy delgado en que cada uno de los más de treinta poemas ocupa su propia página. La organización de los textos en la página colabora con la estética de Cecilia Casanova: el poema breve, de pocos versos, que logran congelar instantes, imágenes, pensamientos fugaces, cotidianos. Hace eso sin quitarles la frescura que supone lo que dura solo un momento: tiene que ver con las palabras escogidas, con la forma de armar los versos, con el ritmo que logra en cada poema.

Yo hice mi tesis de Magíster sobre la poesía de Delia Domínguez, pero también pensé en hacerlo sobre la obra de Cecilia Casanova. En esa oportunidad me di cuenta de que no había textos de ella en la biblioteca de la universidad, apenas algunos poemas sueltos en recopilaciones. Yo no había hablado de ella con mi esposo y, sin embargo, un día apareció en la casa con dos regalos, dos poemarios: Luna en Capricornio de María Inés Zaldívar y Poemas del vago y del simpático. En parte fue la sincronía, que fueran poemarios, que hubiera encontrado en librerías el libro de Cecilia Casanova que, aunque editado en 2010 ya no era tan fácil de hallar. Como insinuaba más arriba, hay mucho sobre la muerte, sobre el dejar de existir en Poemas del vago… y también unos breves versos sobre su poética titulado “Autocrítica”, en la que Cecilia Casanova desnuda su estética de la siguiente manera:

Mi poesía

es sin efectos especiales

en blanco y negro

como una vieja película.

Este año fue editado Poesía reunida (Universidad de Valparaíso Editorial), un texto que permite acercarnos a cada una de las obras de la poeta, desde su primer poemario Como lo más solo (1949). Es una gran oportunidad para tener acceso a su obra, especialmente a los textos más antiguos, y también para volverla a presentar, porque sus poemas no han envejecido:

Porque tenemos mucho que decir

callamos de una manera torpe.

Habituados a oírnos

en el movimiento de las manos

en la actitud de volver los ojos.

La ventana nos brinda temas de pájaros

pero cuando voy a señalártelos

el cielo está solo.

Regresamos perdidos cada uno en un bosque

Demasiado cerca para rozarnos (“Tema de pájaros”, 1975).

Esos dos primeros versos me conmueven, tan directos y ciertos, casi pareciera que están hablando por una. Y pienso que no hay que esperar, que es mejor señalar de inmediato los pájaros para que el cielo no esté solo. El amigo que me contó sobre la muerte de la poeta (ocurrida el pasado domingo 2 de noviembre) me dijo que conservábamos de ella sus poemas y es cierto. Pero no solo hay que conservarlos, sino expandirlos, seguir leyéndola y que también tenga nuevos lectores.

Para leer otros poemas de ella, les recomiendo este link de Descontexto.

El ruiseñor y la rosa: la traducción toma un desvío

Una ilustración de Charles Robinson para EL Ruiseñor y la Rosa.

Una ilustración de Charles Robinson para El Ruiseñor y la Rosa.

No había leído “El ruiseñor y la rosa” («The Nightingale and the Rose») en inglés hasta unas semanas atrás. Sí lo había leído en varias oportunidades, en la época de colegio, en la universidad, siempre en español. Lo leí en inglés porque lo asigné para una clase sobre estructuralismo que hice hace un par de días. La clase es en  inglés, así que, por supuesto, debía aproximarme al cuento de Oscar Wilde desde su idioma original. Debo decir que la pérdida es enorme, que las traducciones que había revisado, no siguen el estilo de escritura de Wilde, que es fresco y actual. El relato sigue siendo hermoso, pero ha perdido, en parte, esa frescura. Así “From her nest in the holm-oak tree the Nightingale heard him, and she looked out through the leaves, and wondered” se transforma en “Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado”. Me pregunto por qué cambiar la forma en que Wilde construye la oración; pareciera haber una economía de recursos en la traducción al español. Y, por supuesto, está el “oyóle”, que le da a todo un sabor añejo; difícil creer que la edición es de 1981 y que Wilde publicó el cuento en 1888.

Más hacia el final el traductor ignora completamente el recurso retórico de Wilde: la repetición. Así convierte a “Bitter, bitter was the pain, and wilder and wilder grew her song, for she sang of the Love that is perfected by Death, of the Love that dies not in the tomb” en “Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba”. Yo no hubiera usado acerbo para traducir bitter, creo que tiene más que ver con harsh, pero lo que realmente me molesta es esa nueva decisión de ignorar la forma en que Wilde escribe, las estrategias retóricas que utiliza.

Sin embargo, el principal cambio en la traducción, la principal pérdida, es el cambio de género. The nightingale es una she en el cuento de Wilde, es ella. Pero en la traducción se transforma en un él. ¿Le habrá parecido al traductor que era más coherente porque hablaba de “el ruiseñor”? ¿Habrá creído el traductor que el género femenino en el  original no tenía ninguna implicancia? Probablemente. Pero la elección del género de un personaje no es un asunto trivial o neutral, especialmente si es el protagonista de la historia.

De momento, no es mi intención indicar cómo cambia la interpretación de un relato cuando la traducción toma un desvío, sino reflexionar respecto a que la historia puede ser básicamente la misma, pero la forma, el estilo, se pierden. Lo que sí sé es que me dieron muchas ganas de intentar mi propia traducción. Ya veremos. Por lo pronto, pueden revisar el original de Wilde –y apreciar el uso que hace del lenguaje y lo sonoro de su prosa-, haciendo clic aquí.

¿Es infantil una mala palabra?

La portada de Baila y sueña que reúne canciones de cuna y rondas inéditas de Gabriela Mistral.

La portada de Baila y sueña que reúne canciones de cuna y rondas inéditas de Gabriela Mistral.

No recuerdo si he hablado acerca de mi proyecto de título de Doctorado. Tengo la sensación de que había intentado no hacerlo porque todavía se trataba de un trabajo en proceso. Pero ya tengo mi nota (me saqué un 7.0, ¡genial!) y quería comentar algo relacionado con mi objeto de estudio. Parte de mi objeto son las rondas de Gabriela Mistral. Por supuesto, las de Ternura; pero pensé también en incluir las que Luis Vargas Saavedra encontró recientemente y publicó en un nuevo libro llamado Baila y sueña. Una de las razones por las cuales me interesa estudiar las rondas es el hecho de que sean minusvaloradas. Yo no soy la primera en decir esto. Grínor Rojo y Elizabeth Horan han escrito al respecto. Y Mauricio Ostria también lo tiene clarísimo cuando dice: “En ese desolador panorama, producto de la ignorancia y la desidia intelectual, tal vez el libro peor leído de Gabriela Mistral sea Ternura. Es también el más descuidado por la crítica, salvo notables excepciones” (“Releyendo Ternura” 649). Para mí el hecho tiene que ver con que se relacionan las canciones de cuna y las rondas con lecturas dedicadas a niños y niñas –lo que no representa un problema- y a los libros para infantes con lecturas menores, de inferior calidad o, de plano, malas. De hecho, la palabra “infantil” casi es una mala palabra.

Cuando apareció Ternura en 1924, tenía como subtítulo “Canciones de niños”. Para Ostria, fue ese subtítulo el que estigmatizó los versos de Mistral, limitándolos a una “lectura desaprensiva y poco atenta” (650). El crítico considera que Gabriela Mistral debe haberlo notado, porque cuando apareció la segunda edición de Ternura en 1945, el subtítulo era otro: “casi escolares”, poesías casi escolares; es decir, no son para niños. O no son solo para niños y niñas; o el hecho de que sean rondas y canciones de cuna quiera decir que no tienen mérito o profundidad.

Una página interior de Baila y sueña.

Una página interior de Baila y sueña.

Sin embargo, eso de escolares/infantiles allí metido sigue metiendo ruido. Y aquí va una historia reciente. En casa hemos tenido que restringir nuestros gastos, porque las cosas económicamente andan más o menos. Así que no podía pensar en comprar Baila y sueña; no importa, pensé, lo sacaré de la biblioteca de la universidad. Cuando lo busqué en el catálogo online encontré que estaba y partí a sacarlo. No lo encontré en el estante, así que revisé de nuevo el catálogo y me di cuenta de que las copias (que eran unas diez) estaban en un apartado llamado “Sección escolar”. Déjà vu, ¿cierto? No sabía dónde quedaba, así que pregunté a la bibliotecaria, quien amablemente me explicó que esa era una sección solo para escolares y que yo, aunque alumna de la universidad, no podía sacar el libro. Lo irónico de todo este asunto es mi insistencia en que estos no son textos escolares, sino textos a secas; pero la institución los limita a una categoría. Porque esas copias para los escolares están muy bien; el error o la desidia está en concluir que el libro no es necesario para la biblioteca a la que tienen acceso universitarios y profesores.

El asunto me provoca desazón, pero finalmente tengo mi copia. Es una hermosa copia, aunque totalmente brandeada para niños y niñas; además desde una visión romántica, parece que nadie pensó en atraer a la lectura de estas rondas y canciones a las niñas y niños que usan tablets y afines. Lo que me desconsuela es cómo se trata de empequeñecer todo, meterlo en categorías diminutas, seguras, confiables y tan cuadradas que son difíciles de sacudir.

Archivo, recuerdos y cómo presentar un curso

Una muestra de mi archivo personal

Una muestra de mi archivo personal

Ayer estuve en una charla dictada por Fernando Blanco en la Facultad de Letras UC. El tema era la ficcionalización del archivo en Centro América y el Cono Sur; es decir, cómo autores han incluido, por ejemplo, las comisiones de verdad y reflexión en sus escrituras y también el caso de la artista Voluspa Jarpa, quien ha incorporado los archivos desclasificados por Estados Unidos para sus más recientes manifestaciones y obras. La verdad es que no alcanzamos a abordar bien las obras, excepto lo de Voluspa Jarpa. Ya quedaba poco tiempo para explayarse sobre las acciones –y eso que la charla se prolongó bastante más de lo presupuestado-, porque gran parte del tiempo fue ocupada en la presentación del tema y el marco teórico.

La charla estaba basada en un curso que Blanco dictó en la Universidad de Bucknell, Estados Unidos, donde trabaja. Y su primera aproximación fue introducirnos en el sentido del curso, para lo cual leyó y explicó una verdadera ponencia, acerca de sus intereses, de dónde provenían y del marco teórico en el cual se basaban. Luego continuó con la problematización del archivo, abordándolo desde distintos teóricos, tanto aquellos internacionalmente validados por la academia, como Foucault, como investigadores latinoamericanos. También explicó por qué dicha conformación de la bibliografía.

Aunque he tenido excelentes profesores en mis ya varios años de estudio, no recuerdo alguno que haya sido tan organizado y prolijo para exponer su curso: no solo los contenidos prácticos –por llamarlos de alguna manera-, sino los fundamentos en que basa su investigación. Y no es que otros cursos carezcan de fundamentos o marco teórico, pero muchas veces se da por hecho; cuando es realmente importante conocer dónde está parado el profesor, desde dónde está hablando, en vez de simplemente entregar un párrafo con la descripción de un curso, que muchas veces es más bien neutra, como si no hubiera una ideología o un punto de vista en la elección y supresión de autores. Además que, dándole más vueltas al asunto, me pareció que eso tiene que ver también con el archivo: qué se selecciona para pasar a formar parte del archivo, qué permanece en secreto y qué simplemente se suprime, como si no existiera. En cuanto a la charla propiamente tal, me pareció interesante –entre muchos otros aspectos- el vínculo que Blanco realizó entre la formación del archivo y la formación de recuerdos: cada vez que se archiva y se recuerda, se selecciona, se reprime y se condensa; por eso –y esto lo agrego yo- ninguno de los dos es realmente “la verdad”, ¿no?

 

Una mujer fenomenal

Una de las páginas interiores del libro con la primera estrofa de Phenomenal Woman

Una de las páginas interiores del libro con la primera estrofa de Phenomenal Woman

El 28 de mayo murió Maya Angelou. No la había leído, aunque por supuesto sabía de ella, escritora, poeta, activista. Así que busqué en la biblioteca de la universidad qué había disponible y me encontré con dos títulos, ambos en inglés; los pedí los dos. Uno de ellos es su primer libro: I know why the caged bird sings. Es una autobiografía; a lo largo de su vida escribiría otros seis textos autobiográficos. Todavía no lo he leído, pero sí me encanta la sonoridad del título. Además, investigando más al respecto, di con un artículo escrito por su editora inglesa, quien recuerda cuando publicaron I know… en Inglaterra y la impresionante entrevista que dio Maya después: “Fue una entrevista conmovedora, audaz, y Maya habló de la parte del libro donde es violada a los ocho años y cómo ella quedó muda hasta que la literatura la persuadió de regreso al habla” (Lennie Goodings en The Guardian). Sabiendo eso, me doy cuenta de que la lectura debe ser tranquila, no apurada, por lo cual me tomaré mi tiempo.

El segundo texto que saqué es Phenomenal woman, un pequeño y hermoso libro. Es pequeño de formato, pero también porque contiene tan solo cuatro poemas, cuyo punto de unión es la “celebración de la mujer”; lo entrecomillo porque así dice el subtítulo: Four poems celebrating women. Como objeto es delicadísimo: la tapa tiene grabadas en cuño seco las iniciales de la autora y, bajo ellas, un diseño de grecas que se repite en las páginas interiores, aunque esta vez impresas. Tanto el papel de la edición como la tipografía escogida son especiales; el papel es texturado y de alto gramaje y la fuente se llama Bembo, que tiene su origen en una tipografía de finales del siglo XV. Me gusta el cuidado puesto en la edición, porque el contenido, esos cuatro poemas, son impresionantes.

El poemario comienza con “Phenomenal woman” e incluye también: “Still I rise”, “Weekend glory” y “Our grandmothers”. Son poemas íntimos, personales, con un yo poético orgulloso de ser la mujer que es, de sus ancestros y que tiene una conciencia clarísima del pasado terrible, de esclavitud y violencia, del que surgió. Pero se trata, asimismo, de un pasado que no pudo con ella:

Leaving behind nights of terror and fear

I rise

Into a daybreak that’s wondrously clear

I rise

Bringing the gifts that my ancestors gave,

I am the dream and the hope of the slave.

I rise

I rise

I rise (9).

La voz lírica de estos poemas habla desde su propia experiencia; es un yo que habla, además, por las otras mujeres que han compartido su historia. En el último poema, el yo se transforma en un ella, por cuanto nos presentará directamente a los ancestros de los que ha venido hablando en los versos previos: las abuelas. Las historias son más que conmovedoras, remecen, en especial porque no vienen edulcoradas. La hablante no vacila cuando habla de esas mujeres abusadas y esclavizadas en las plantaciones del sur de Estados Unidos ni cuando habla de las pocas opciones que deja la pobreza o cuando nombra los crueles términos con los que se las quiere vejar no solo físicamente, sino espiritualmente.

Y sin embargo, estos poemas son efectivamente una celebración de estas mujeres fenomenales, que, a pesar de todo, permanecen de pie, orgullosas, abiertas al futuro y la esperanza. En ese sentido, el ritmo musical, las rimas consonantes, hacen que los versos vibren, que fluyan, llenos de vida. El texto que le da nombre al poemario habla desde el yo, cuatro estrofas en que la hablante explica dónde radica su secreto, qué la hace fenomenal. En cada estrofa repite un mismo modelo: la gente, los hombres, las mujeres, se preguntan qué la hace especial. Luego ella enumera esas cualidades para terminar reafirmando que es una mujer fenomenal. A continuación, un extracto:

I say,

It’s the fire in my eyes,

And the flash of my teeth,

The swing in my waist,

And the joy in my feet,

I’m a woman

Phenomenal woman,

That’s me (4).

Y aunque son experiencias tan precisas de un grupo social y racial, Maya Angelou apela también a un grupo genérico, a las mujeres, a una hermandad. Sus versos invitan, suman y una se siente reflejada, si no en la experiencia real, sí en la fuerza de espíritu de la que rebosa.

Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy: Presentación en cuatro episodios

 

Portada de Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy

Portada de Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy

Este es el texto que leí en la presentación del libro de cuentos Cosas que pasan de Michel Bonnefoy, el que fue lanzado el pasado 13 de mayo en la sala Teatrocinema.

Episodio 1: “Mi bisabuelo no es mentiroso pero considera que en la verdad caben las omisiones y las adaptaciones cuando se trata de recordar el pasado […]” (7).  “Mi bisabuelo” es el primero de los diez cuentos que conforman Cosas que pasan. Cuando se avanza en la lectura del libro, nos damos cuenta de que este primer relato es diferente; la narración tiene otro tono, en parte porque está mediada por este bisnieto que a veces acepta y otras cuestiona las memorias que el anciano trae del pasado; un descendiente que trata de dilucidar qué hay de verdad en la historia del bisabuelo ruso: su partida y su llegada fortuita al sur de Chile, en medio de omisiones y esfuerzos por ser testigo de acontecimientos impactantes, aunque las fechas no cuadren. En cambio, los siguientes cuentos hablarán desde el yo –unos femeninos, otros masculinos-, tratando de reconstruir sus propias historias. Sin embargo, el relato del bisabuelo o, más bien, la forma de recordar y narrar que tiene el bisabuelo nos dispone a leer los recuerdos de los otros cuentos teniendo presente que recordar es recrear momentos guardados en la memoria: al sacarlos afuera se convierten irremediablemente en una ficción, en un relato, porque comunicar aquello que alguna vez pasó ya no es posible.

Ricoeur escribió: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria. Y sin embargo…

Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásenos el recuerdo de ello” (La memoria, la historia, el olvido 22-23). Pero, ¿es eso lo que buscamos al recordar? ¿Anotar una verdad? ¿Por qué es una amenaza la imaginación cuando el recuerdo es el de un momento íntimo, privado? Porque relatar nuestra historia no es hablar de una serie de sucesos como si se tratara de una minuta higiénica, sino que el yo de esas narraciones articula –por usar un término de Sylvia Molloy- esos sucesos en una narración que es propia y en la que, de hecho, se expone, de la misma manera que lo hacía el bisabuelo, a que alguien dude de los detalles, de lo que se vio, de lo que se dijo, de lo que se fue protagonista y de lo que se fue testigo. En ese sentido, la historia del bisabuelo se me fue presentando como una invitación en muchos niveles; algunos de ellos: reconocer cómo yo misma reconstruyo historias de infancia que ya no sé si son recuerdos propios o si se trata de recuerdos impresos en mi mente como consecuencia del continuo relato de padres y abuelos; y es también una invitación a leer sin prejuicios, a no juzgar cuando el narrador inventa nombres, situaciones, gustos.

El último párrafo del cuento “El bisabuelo” nos relata brevemente cómo este hombre que no hablaba el español y que quedó varado en Puerto Montt, encontró trabajo reparando el techo de un cura. Gracias a eso –asegura el bisabuelo- aprendió un oficio –no el de reparador de techos, sino el de ebanista- y encontró un amor: la sobrina del cura, la futura bisabuela del narrador, “por ella no volvió a embarcarse. Eso debe ser verdad porque mi bisabuela se sonroja cuando escucha esa parte” (12), nos dice el bisnieto. Y allí este cuento nos da otra guía, porque el resto de los relatos de Cosas que pasan son relatos de amor: en tiempos difíciles –dictadura, clandestinidad, exilio-, pero al fin y al cabo historias de amor: sus detalles podrán estar afectos a la tal amenaza de la imaginación, pero esa pequeña mención del romance del bisabuelo nos enseña que, en medio de las omisiones y las adaptaciones, lo relativo al amor “debe ser verdad”.

Esto me lleva al:

Episodio 2: la memoria que hay en estos cuentos es una memoria herida, marcada por el trauma, un trauma insalvable en la enunciación: el presente no puede olvidar que el 11 de septiembre de 1973 hubo un golpe de Estado que más que cambiar un país y a su gente, lo agrietó de manera irrevocable. Los personajes de Cosas que pasan tienen conciencia de ello y algunos incluso lo explicitarán. Así en el cuento “Mala suerte”, el narrador nos anuncia que su recuerdo tuvo lugar “poco después del golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet” y luego, entre paréntesis, nos advierte: “(me permito este pequeño alcance histórico porque la dictadura tiene un rol protagónico en este cuento y los años transcurridos podrían haber borrado el pasado en algunos lectores amnésicos)” (13).  Por supuesto que habrá lectores amnésicos; recordemos lo que propone al respecto el argentino Hugo Vezzetti: tres formas de memoria, una que solo quiere dar vuelta la página; otra en que no hay distanciamiento alguno, el pasado sigue siendo presente; y una memoria que busca reflexionar acerca de lo que pasó. Los personajes –o gran parte de ellos- de Cosas que pasan no quieren dar vuelta la página y tienen conciencia de que no es posible retomar el pasado, sus acontecimientos no quedaron suspendidos; pero el quiebre, la herida, requiere que de alguna u otra manera se cuenten aquellos relatos que no ocupan un lugar en los textos de historia y en las memorias oficiales.

Las historias de amor parten de encuentros casuales: un cruce de miradas en el paradero de micros o en un recital en un parque; o bien, una cita a ciegas. Todos ellos son posibilidad, una posibilidad de diluirse tan imperceptiblemente como se gestó o posibilidad de redundar en algo más, algo que se mantendrá en el tiempo, que podrá seguir formando nuevos recuerdos. Lo que sucede con estos amores es que algo se interpone entre ellos: una detención, una desaparición, el exilio, incluso estar en veredas políticas contrarias. Ante situaciones como el toque de queda, las vigilancias, la clandestinidad, los relatos nos presentan a personajes que insisten en el amor, porque saben que la única manera de sobrevivir es dándole un lugar a la posibilidad, es decir, al futuro. En “Malentendido” el narrador recuerda: “Les conté [a sus amigos] cada detalle de mi encuentro con Verónica […], insistiendo en el azar que nos había reunido y las circunstancias que presagiaban algo más que una aventura pasajera” (84): el ansia de lo que puede llegar a ser. Pero no solo es futuro, sino algo que se concreta en el presente; el amor entonces es un refugio: protege de la soledad, del dolor, del miedo, de la posibilidad de que en el futuro (a veces demasiado cercano) todo se destruya de forma implacable.

Y para nosotros, lectoras y lectores, una interpelación a que no demos vuelta la página.

Ante la violencia desplegada, la memoria se vuelve necesaria para rearmar esos breves pero intensos episodios amorosos; una forma de hacerle justicia a las historias que quedaron inconclusas, a las personas que fueron lastimadas, a la eliminación del amor.

 

Episodio 3: la vida en el otro lado

Los cuentos, en general, nos muestran historias sobre chilenos expatriados; sus historias fuera de casa y también esos vívidos e íntimos recuerdos de amor que se llevaron consigo al exilio. El caso del bisabuelo es distinto: un expatriado que convirtió a Chile en su nuevo hogar. Esta historia nos muestra que es posible crear vínculos en un nuevo lugar; según el bisabuelo, de hecho, en un año ya había olvidado cuál era su verdadera procedencia. El bisnieto, por supuesto, no le cree; yo también creo que miente, pero hay una verdad profunda ahí: para echar raíces en un nuevo lugar, hay que “olvidarse” del lugar de origen.  En Canción en el sombrero, el texto autobiográfico de Horacio Salinas de Inti-Illimani, el músico relata que después de ocho años de exilio en Italia, seguían pensando en ello como algo provisorio, como si estuvieran de paso. Pero en un momento ese estar de paso quedó en evidencia: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116). Nuevamente nos encontramos con el amor: un bisabuelo que decide olvidar si era ruso, ucraniano o moldavo; un hombre que se debate entre regresar a Chile o formar una familia en el nuevo país, pasar de lo temporal a lo indefinido. La reflexión es inevitable: el que parte al exilio se ve obligado a renunciar a muchas cosas, pero el que decide convertir el país que lo acoge en algo permanente, también debe renunciar. Por eso, no hay una sola decisión ni un solo camino posible, como nos muestran estos cuentos: aunque el contexto político sea similar para todos, la forma de experimentarlo en la intimidad, en lo personal, será único para cada individuo, como lo es para cada uno de los personajes que llegamos a conocer en estos relatos.

Y porque cada camino es único y personal, finalmente llego al Episodio 4, que es la lectura que harán ustedes de estos cuentos; cada uno sabrá cuáles son sus omisiones y adaptaciones.

Bonnefoy, Michel. Cosas que pasan. Santiago: Ceibo Ediciones, 2014.

Gabriel García Márquez: recordatorio personal

Con El general en su laberinto en las manos

Con El general en su laberinto en las manos

Desde la muerte de Gabriel García Márquez a los 87 años el pasado Jueves Santo, pensé mucho en si escribir algo o no. Primero leí bastante, no sus obras, sino lo que habían escrito sobre él, en general muchas excusas de si se sienten o no hijos literarios, si le deben o no respeto, vacilaciones de si su obra vuelve o no a tener valor al ser releída, si lo estropearon o no sus imitaciones defectuosas. Incluso leí críticas en contra de los que simplemente habían decidido rendirle un homenaje. Es extraño ese afán de excusarse, como cuando se dice que tal o cual canción en un placer culpable, ¿acaso no puede ser solo placer? En ese sentido, creo que fueron más pertinentes las continuas citas que hubo de sus textos en Twitter y Facebook, al menos me parecieron más reales y no tan preocupados por ubicarse en un cierto lugar distante que me deja perpleja. Eso en cuanto a lo que se publicó en el país; por el contrario disfruté mucho del texto de Gabriela Cabezón Cámara en la Revista Ñ, titulado, muy acertadamente: “Murió Gabriel García Márquez. Latinoamérica pierde al más popular de sus autores”. Allí Gabriela se refiere, por ejemplo, a la “belleza simple” de Cien años de soledad, queriendo decir por simple que no era una obra de vanguardia estilística; e inserta una cita de dicho libro reconociendo que párrafos como ese nos depararon “felicidad”, así, llanamente.

Yo no diría que soy hija literaria de García Márquez, pero ¿qué tiene que ver eso con la calidad de sus obras y el goce de sus páginas? Repasando sus títulos, me di cuenta de que había leído varios de ellos, más de los que recordaba. Partí con Crónica de una muerte anunciada. Lo recordaba el mismo jueves en mi cuenta de Twitter. Mi amiga Maribel había amado ese libro y me lo prestó. Estábamos en el colegio, en séptimo básico tal vez, aunque creo que estábamos en vacaciones. ¡Qué deleite! A la larga Maribel terminó ligada a las matemáticas y yo a la literatura, aunque la génesis no estuvo en ese préstamo o en esa lectura específicamente, pero es parte sí de mi historia literaria.

En la universidad leí bastante de su trabajo periodístico, lo que hasta el día de hoy me parece casi un contrasentido. ¿Por qué nos hacían leer a garcía Márquez si en la práctica buscaban que escribiéramos una pirámide invertida seca y conservadora? Lo mismo con las entrevistas de Oriana  Fallaci o los textos del Nuevo Periodismo estadounidense. Eran parte de nuestras lecturas obligatorias, pero no podíamos intentar escribir como ellos. Qué extraño este mundo periodístico en el que solía habitar y qué extraño que no se pretendiera aceptar un legado claro de crónica periodística que García Márquez había iniciado.

Hace mucho que no releía a García Márquez, pero sí logro recordar (revivir) el disfrute de su prosa y de sus historias. Por ejemplo, todavía siento ese placer cuando leo “Es miércoles, pero siento como si fuera domingo porque no he ido a la escuela y me han puesto este vestido de pana verde que me aprieta en alguna parte” (La hojarasca). O qué tal: “El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio vestido de blanco. ‘Le recordé que era lunes’, me dijo. Pero él le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés” (Crónica de una muerte anunciada). Qué hay con los días de la semana, me pregunto ahora. Tengo en mis manos El general en su laberinto y no sé qué elegir o pienso en El coronel no tiene quien le escriba y pienso en ese gran final que varios recordaron en los últimos días. Una obra mucho más gruesa que solo Cien años de soledad, y lo digo sin desmerecer ese libro gigantesco y exuberante, todo lo contrario; Cien años de soledad es en sí mismo un libro excelente y extraordinario, más allá y más acá del realismo mágico.

Pensaba terminar con unas palabras acerca de que no quería escribir un tratado sobre la obra de Gabo, sino un recordatorio bastante personal, pero eso me suena a excusa.

Nota: Ahora tengo un nuevo final. Después de escribir esta entrada, me dio gusto encontrarme con lo que publicó el escritor peruano Fernando Iwasaki en el “Artes y Letras”. Por un lado me sentí erguida en un mismo espacio, al constatar que él traía consigo sus recuerdos del colegio y la universidad. Por otro lado, es incontestable al referirse al valor literario de García Márquez, de forma sincera, directa y, diría incluso, afectuosa.