Feliz aniversario, Lizzie Bennet

blog_oyp_01No recuerdo mucho acerca de la primera miniserie que vi basada en Orgullo y Prejuicio. No, no era la clásica con Jennifer Ehle y Colin Firth, sino una versión anterior. Lo que sí recuerdo es que fue la causante de que tiempo después fuera la dueña de una hermosa edición de tapa dura verde del libro de Jane Austen. Por supuesto, luego vi la versión famosa –en variadas oportunidades- y la más reciente adaptación cinematográfica con Keira Knightley, también en variadas ocasiones. Sin embargo, ninguna de esas adaptaciones se aproxima al placer de la lectura de Orgullo y Prejuicio.

Jane Austen es una de mis autoras de cabecera y Orgullo… es, sin duda, mi favorita, tanto así que cuando en clases de Literatura Comparada un profesor preguntó qué libro salvaríamos para la posteridad –o una pregunta muy similar a esa- yo la escogí sin dudarlo. Claramente para esta elección combiné factores que llamaría neutros, como la calidad de su prosa, la construcción de los personajes, el manejo de la tensión, etc.; y afectivos, por ser el primer libro de Austen que leí, y porque cada vez que formo en mi mente esas tapas verdes con letras doradas, siento una mezcla de placer y calma.

Pienso en los 200 años que cumple el libro, y me impresiona su escritura. Está claro que las condiciones de la mujer no son las mismas, pero un personaje como Lizzie Bennet, independiente y que se atreve a expresar su opinión, sigue vigente. Así será hasta que la igualdad de géneros sea más real, y una deje de cumplir todos los roles, en vez de elegir los roles que quiere cumplir, y además ser la que gana menos en la pega o que es mirada por los demás hombres en la mesa de reuniones para que se levante a servir el café a todos.

Por supuesto, Orgullo y Prejuicio tiene una historia de amor: la de Lizzie Bennet y Mr. Darcy. Pero también tiene un humor impecable, que hace que personajes como la señora Bennet sea soportable y también una situación de injusticia social y de género inesquivable: el hecho de que las hijas no puedan heredar a la muerte del padre y, en vez de eso, deban quedar a merced de la bondad del único heredero hombre, quien, de hecho, podía ser finalmente un pariente lejano. Así puede entenderse la desesperación de la madre de las cinco Bennet de casar a sus hijas, lo que se convertía en la única manera de asegurarles el futuro. Esta preocupación se encuentra también en otro texto maravilloso de Austen, Sensatez y Sentimientos, en el que efectivamente cuando el padre muere las mujeres (la madre y las tres hijas) deben buscar un lugar que puedan pagar cuando el heredero, hijo del primer matrimonio del padre, decida que cuando en su lecho de muerte el padre le pidió que no dejara desprotegida a su familia, en realidad, le estaba pidiendo que de vez en cuando viera cómo lo estaban pasando.

blog_oyp_02Austen utiliza el humor como una manera de incluir la crítica social en sus textos. Pienso en el personaje de Lizzie nuevamente, no solo es inteligente, sino mordaz, solo así puede rechazar la propuesta de matrimonio que le hace su primo el señor Collins, con la cual no solo salvaría su propio pellejo, sino el de toda la familia, después de todo, la herencia quedaría entre amigos. Es imposible no preguntarse si realmente había mujeres que podían darse el lujo de decir que no, como lo plantea su amiga Charlotte Lucas: siendo ya una carga para sus padres, no podía despreciar una oportunidad para llevar una vida decente. El humor de Austen no es inofensivo ni destinado a entretener a sus lectores. En el libro Laughing Feminism: Subversive Comedy in Frances Burney, Maria Edgeworth, and Jane Austen, la autora Audrey Bilger, muestra cómo los críticos trataron de bajarle el perfil al humor de Austen porque ante los lectores victorianos debía resguardarse todavía la feminidad de la mujer, claramente el humor no era indicado como parte del carácter de una mujer femenina. Sin embargo, estaba Austen y otro grupo de mujeres novelistas, que mostraban la opresión sexista a través del humor. Dice Bilger: “El humor feminista, entonces, codifica un mensaje importante sobre la relación de las mujeres con la ideología dominante. Incluso si las reglas para una conducta femenina apropiada requerían una modesta sumisión a la autoridad masculina, las mujeres que podían verse a sí mismas como ‘cuerpo lesionado’, como Austen califica a los novelistas en Northanger Abbey (37), podían también aprender a reír como un grupo frente a las imposiciones del poder masculino” (33).

Con esto del humor, se me vienen dos ideas a la mente. Primero es un libro de Austen escasamente conocido, pero que me resulta siempre entretenido de leer, Lady Susan, particularmente porque la protagonista Lady Susan no es una heroína, sino una de esos detestables personajes secundarios que andan maquinando en contra de los demás en sus otros libros: tomar a la malvada –como bien podría ser una Caroline Bingley- y convertirla en el centro, se inserta también en ese humor crítico y denunciante. La segunda idea es otro libro La muerte llega a Pemberley, escrito por P. D. James, quien interviene el mundo de Orgullo y Prejuicio con un asesinato, en que la misma Lizzie es sospechosa. James también sabe de humor, y no deja de ser atractivo ver cómo pinta a los personajes de Austen desde otro punto de vista, poniendo, incluso, en duda que Lizzie esté realmente enamorada de Darcy, como serían los comentarios maliciosos de los vecinos y conocidos, sino más bien de su acaudalada renta.

Finalmente, cómo no celebrar estos 200 años de Orgullo y Prejuicio releyendo el libro. Lo tengo listo para agarrarlo después de que termine Pemberley. Ah, y para fanáticos como yo, me encanta la película El Club de Lectura de Jane Austen, aunque no esté de acuerdo con todo lo que sus personajes opinen de mi libro de cabecera. Acabo de googlearlo y veo que el título de la película en castellano es Conociendo a Jane Austen, equivocadísimo, pero puede ayudar a algún interesado a buscarla.

PS: Mi edición de Orgullo y Prejuicio es de 1984 y al parecer no estaba todavía de moda en español, ya que es una versión en que Lizzie Bennet es Isabelita Bennet y su hermana se llama Juana. La leí por primera vez cuando tenía doce años y supongo que en ese entonces pesaba más lo divertido y la historia de amor.

Reseña de Lugares de paso de Sergio Missana y Ramsay Turnbull

Lugares de Paso

Lugares de Paso

La lectura del texto deja un sentimiento de precariedad, por cuanto no solo los lugares terminan siendo de paso, sino las historias, las personas y el viajero mismo.

Por Alida Mayne-Nicholls

Lugares de paso es un libro que hay que leer –por lo menos- dos veces. El lector elige: si primero se embarca en la lectura de los textos o si sigue el camino de las fotografías. Con el primer camino se lee a Missana y con el segundo se “lee” a Turnbull. Se puede hacer, por supuesto, el intento de tratar de entrelazarlos, como comencé a hacer en mi primera lectura, pero su conexión no es directa, es decir, las fotos no están ahí para graficar los textos, ni los textos son una descripción o explicación de las fotografías. Sin embargo, ambos textos –el de las letras y el de las imágenes- se comunican porque cumplen con la premisa de que son lugares de paso.

Los textos de Missana son en general breves viñetas que dan cuenta de una anécdota vivida en algunos de esos lugares por los que ha pasado: desde Pisagua en Chile a Bahía Halong en Vietnam. Mientras más pequeños son los relatos, algunos de apenas un par de párrafos, la sensación de estar de paso se cuela hasta el lector. Son no historias de esas que más se presentan en los viajes: una conversación extraña con un desconocido, una lluvia que cae sobre una playa, la espera por tomar un bus, un coro cantando. No se trata de grandes aventuras e incluso parecieran no ser momentos tan únicos, puesto que uno puede aportar con sus propias anécdotas efímeras que se acumulan en un viaje y que uno no sabe si contar o no cuando nos preguntan cómo nos fue. Sin embargo, el relato pareciera darnos a entender que son justamente esos encuentros aparentemente irrelevantes los que constituyen el viajar y el experimentar el viaje. Así cuando Missana relata que en Turquía una pareja local les pide tomarles una foto a él y su acompañante, está contando más del país y de su gente que si hubiera propuesto hacerlo de manera más docta: en ese sentido, las impresiones son más potentes que las elucubraciones intelectuales. Tal vez por eso es que esos textos de pocas líneas son los mejor logrados de Lugares de paso, directos, sencillos e, incluso, más delicados.

Los relatos no son de una misma línea. Las historias más largas son, en parte, de corte humorístico, o más que crónicas de viaje, textos periodísticos, en que los clichés de la profesión se inmiscuyen a tal extremo que los fines son inexorables, las escenas dantescas y los cineastas aclamados. Debo admitir que una de las historias más divertidas de leer es justamente en la que el personaje periodista es ineludible y Missana cuenta la trastienda de una entrevista con Robert Plant y Jimmy Page en Río de Janeiro. Sin embargo, es también una de las que más fuera de lugar parece en el libro, con una insistencia en permanecer en vez de quedarse atrás en el trayecto. Una de las razones de esto puede estar en el hecho de que Plant y Page son figuras conocidas, mientras que el resto de los seres que presenta Missana no lo son, lo que ayuda a configurar ese sentimiento de precariedad que produce la lectura, por cuanto no solo los lugares terminan siendo de paso, sino las historias, las personas y el viajero mismo.

Esa sensación es la que transmite la lectura de las imágenes, en las que, a diferencia de los textos, nos muestra lugares vacíos. A veces son amplios, como una vista del desierto de Atacama, otras son más íntimas, como un acercamiento a una cúpula en Turquía o a una puerta tapiada en Fez. Pero siempre son lugares que parecen inhabitados o poblados por gente que no es posible identificar, como en una de las fotografías más llamativas de la serie, en que se ve a un niño sentado en Tíbet, con su rostro en penumbras. Los lugares entonces se transforman en escenarios vacíos, que esperan la llegada del viajero para existir. Cuando la cámara queda sola captando la escena, todo se escabulle, la anécdota ya ha pasado y la gente ha seguido su camino.

Missana, Sergio y Ramsay Turnbull. Lugares de paso. Santiago: LOM Ediciones, 2012.

Esta reseña fue publicada originalmente en Sala de Lectura.

¡Llegó la revista!

El número de Acta Literaria con mi artículo.Hace una semana mis hermanas y sus respectivos pololos estuvieron de visita en casa para una noche de comidas y bebidas: sushi, piña colada (que yo preparé), uvas, galletas y una rica salsa para untar que surgió de un trozo de suprema de pollo que impedí que Antonio, mi esposo, comiera al almuerzo, pensando en que podría hacer algo con ella en la noche.

Cuando mis hermanas tocaron la puerta, traían unas ricas galletas de chocolate y cerveza, pero también un paquete que les habían pasado en recepción. Era un sobre de esos de plástico de Correos de Chile, bastante gordito, dirigido a mí. Desde que nos mudamos al departamento, -por fin un hogar al que podemos llamar nuestro y en el que todo tiene su lugar, funciona y está entero-, he recibido varios paquetes. Los años anteriores pedía todo a la dirección de mi mamá, ya que pasábamos poco en casa y no siempre había alguien en la recepción que asegurara que recibiríamos nuestros encargos.

Lo que he recibido en el último par de meses por correo son libros, y la verdad es que me encanta. No puedo pensar en algo mejor que encontrar un libro al romper el sobre de papel kraft con mi nombre en el anverso. Como esta vez era uno de esos sobres rojos del correo, me llamó la atención, pero rápidamente vi quién era el remitente: la revista Acta Literaria. Apenas unos días atrás les había dado mi dirección para que enviaran la revista y correspondiente separata con mi artículo “Jorge Teillier: la inscripción de una historia familiar”. ¡Habían llegado por fin y tan pronto! Ansiaba ver en papel el artículo, puesto que ya lo había visto en la versión en PDF. En este caso, había una emoción extra, después de todo, mi firma estaba ahí, y, aunque una se resista, publicar en revistas indexadas es parte de la labor académica actual. Por eso, este artículo es tan importante. Dicho eso, también es importante para mí el incluir otros tipos de escrituras, aunque no den puntos institucionales.

Esta soy yo abriendo la revista en mi artículo

Esta soy yo abriendo la revista en mi artículo

De todas maneras, me deja muy contenta la forma en que abordé este artículo, a partir de mi experiencia con la comida de Tony, mi hijo, a quien durante bastantes años le hice sopitas con variadas verduras y carnes. Aprovecho de admitir que las hice hasta hace muy poco, porque a pesar de que a Tony le salieron sus dientes en forma muy temprana, y que no tiene problemas en morder, por ejemplo, una galleta, se resistía a dejar de comer estas papillas en que el ingrediente principal siempre era el zapallo (si no lo agregaba, no le gustaban tanto). Pero las últimas semanas Tony comenzó a resistirse a su sopita, por lo cual fue definitivamente abandonada y reemplazada con comidas sólidas y enteras, como la omelet con queso y pollo asado que le di ayer.

Volviendo al artículo de Teillier, es una lectura de cinco de sus poemas en que comidas y bebidas son metáforas del sujeto poético: “Otoño secreto”, “Huerto”, “Día de feria”, “Sentados frente al fuego” y “La fiesta”. Tengo dos aspectos en común con esos poemas. Uno es el amor por lo cotidiano, por esas pequeñas cosas que hacen que el día funcione; y el segundo es la comida, porque no hay nada mejor que cocinarle algo rico a la gente que amas o disfrutar de unas ricas uvas o cerezas cuando tu hijo ya duerme y tú te tomas un momento para descansar precisamente de la cotidianidad. Si les interesa –¡y los invito a hacerlo!- pueden leer el artículo en el siguiente link. Ah, y para los que no están familiarizados con estos poemas maravillosos de Teillier, pueden encontrarlos todos en su libro Para ángeles y gorriones, pero no lean solo los cinco, ¡sino todos!

Y sobre el placer de recibir libros –a todo esto, al romper el sobre plástico del correo, ¡estaba el sobre de papel kraft ansiado!-, ya les escribiré acerca de lo que he recibido. Habrá otros momentos para eso.

Presentándome

blog01Hace pocos meses concluí, entregué y defendí mi tesis para optar al grado de Magíster en Letras mención Literatura. Realicé una lectura del poemario El sol mira para atrás. Antología personal de poesía y prosa de Delia Domínguez a partir de lo que llamé una escritura de mujeres feminizada, concepto al que llegué gracias a las lecturas de un variado grupo de mujeres, desde Hélène Cixous a Nelly Richard. Mi aproximación a ese texto fue también personal, tanto al leer los maravillosos poemas de Delia Domínguez, como al escribir la tesis. Y fue personal no solo porque partí de mi experiencia, como mujer y madre, también por supuesto como lectora, sino porque busqué plasmar esas experiencias en mi texto. Lo encontraba fundamental, teniendo en cuenta el carácter tan íntimo de las poesías de Delia.

Para ser honesta, no era la primera vez que lo hacía. En mi primera aproximación escrita a la obra de Jorge Teillier –antes solo lo había leído por el placer de leerlo y no para analizarlo-, también expuse mi experiencia personal, relatando un quehacer cotidiano para mí: hacerle de comer a mi hijo. Resultó algo natural, por cuanto lo que estaba buscando en Teillier eran precisamente sus alusiones a la comida, aunque sin quedarme en el aspecto superficial, sino buscando aquellas que fueran metáforas o imágenes de otro tipo de reflexiones de carácter más profundo.

Leer desde la experiencia y plasmarlo en un texto estaba también presente en un maravilloso libro que me prestó un profesor, titulado The Intimate Critique. Autobiographical Literary Criticism, en que una serie de académicos e investigadores abordan obras y autores desde un punto de vista autobiográfico, o plasmando su experiencia en los textos, mostrando que fue clave para abordar textos y reflexiones. Lo he leído varias veces, porque siento que esa es mi manera también de aproximarme al ejercicio crítico. En este texto encontraba trasfondos teóricos, pero mi intuición ya se había ido por ahí, cuando en mi curso de Crítica Literaria de la Licenciatura de Estética, abordé el cuento Fantasías de Alejandro Zambra desde el recuerdo de mi primera gran mudanza desde Iquique a Copiapó cuando era una niña (esa crítica impresionista está ya publicada en el blog, pueden verla aquí).

Había comenzado ya este blog, con algunos de los textos que iba escribiendo, pero me di cuenta que entre ser madre, estudiante, y profesional que trabaja, el tiempo se me escapaba y que utilizar el mismo lenguaje académico más crudo me cansaba si quería aplicarlo a algo que estaba iniciando por cuenta propia. Así que con este cambio de blog, desde Plaza Literaria a Bueno, bonito y letrado, mi interés es hacer justamente eso que quiero imbuir en la práctica académica: incluir la experiencia, la autobiografía, en vez de esquivarla, como si cuando una escribe no tuviera género ni preocupaciones ni emociones. Así que bienvenidos nuevamente.

Material mente diario y la ciudad como poesía: origen, tránsito y destino

En el poemario de Alejandra del Río, la ciudad aparece en varios niveles, y muchas veces aparece ligada a la palabra, de tal manera, que se convierte en una reflexión acerca del oficio de escribir, y que es oficio por cuanto sería material y cotidianamente necesario. En el caso de los poemas, necesario porque sólo a través de la palabra –especialmente escrita- se puede sanar.

ALEJANDRA DEL RÍO

Material mente diario 1998-2008

Santiago: Cuarto Propio, 2009

POR ALIDA MAYNE-NICHOLLS VERDI

Alejandra del Río

Material mente diario inicia con un poema titulado “Fábula”, que nos introduce en la reflexión metapoética de la autora Alejandra del Río, porque lo que cantan sus versos es la “ciudad de la poesía”. Esta ciudad se puede visitar, extrañar, pasear por ella, vivir “un buen tiempo”, resistir y procrear en ella. Y también morir en ella, aunque para eso hay que haber nacido en la ciudad de la poesía. Con la lectura del poemario, una se da cuenta de que la ciudad es origen –se viene de ella-, es lugar de tránsito –por lo cual toma distintas apariencias- y es destino.

Lorena Amaro (2009) sostiene que esas ciudades por las que Del Río transita son lejanas –y reales- y también simbólicas [1]. De hecho, son a la vez reales y simbólicas, porque cuando nos presenta “El cielo de Berlín”, nos está llevando en viaje hacia esa misma ciudad de la poesía que además de todo, la (nos) espera. Algunas espacios son sólo simbólicos, como cuando llega a Sión, y otras son demasiado reales, como el Santiago de 1980, que se convierte en “ciudad sitiada por el ojo carnicero” (64).

Para comprender esa “ciudad de la poesía” busco darle un nombre, y pienso en Shiraz, no en la actual ciudad iraní, sino en la urbe persa medieval. Si se busca sobre Shiraz, aparecerá ligada a la rosas, al vino y a los poetas, en particular a Hafez, quien escribió sus versos en el siglo XIV. El lugar común hace pensar en el Medio Oriente como exótico y misterioso, y a esa ciudad de la poesía como un sitio único y especial, como si para ser poeta hubiera que vivir en una especie de paraíso terrenal. En su libro Shiraz in the age of Hafez, John Limbert [2] plantea que la época en que Hafez escribió “violence and murderous anarchy prevaile[d] in the streets of Shiraz” [3] (ix). A pesar de eso, Hafez pudo ser poeta.

Vinculo esa situación a la de Material mente diario. Es hacia el final del poemario, que la hablante nos sitúa en el recuerdo de la niñez, en el Santiago de 1980 que mencionaba antes. El sujeto poético retoma su máscara de niña para poder reconstituir la perspectiva desde la cual lee el contexto social y familiar en que está inserta:

Tengo ocho años
Vivo en una ciudad sitiada por el ojo carnicero
Mi vida transcurre tras los armarios de Ana Frank
Y cuando salgo a la escuela
Noto miradas esquivas
Biografías sospechosas
La evidente labor de los demonios (64).

La ciudad de la infancia es terrible y ha acabado con la idea de una infancia inocente, a tal extremo, que incluso los juegos infantiles se han teñido de crudeza:

Nunca jugamos a ser madres
sólo en historias de terror

Abandonaban niños en la puerta de la casa
vivos y muertos
debíamos enterrarlos
formar un sindicato de huérfanos
implantar su reino de justicia (61).

Y, sin embargo, como Shiraz, ha logrado que poetas nazcan y escriban en ella. Cristián Gómez sostiene que son “los recorridos de la hablante los que la definen” (2010). Entonces tal vez no es “a pesar de” que se transforman en poetas, sino “por eso” que lo hacen. La razón podría ser que, junto a esas ciudades reales, en las que se vive y experimenta, en forma simultánea, existe esa “ciudad de la poesía”, de hecho, para Gómez en el poemario existe una “reivindicación de un arte que se entiende como destino”:

Una ciudad me espera
una ciudad en lo alto
allá no llegan las luces del cemento
allá no alcanza el humo de la vergüenza (53).

La ciudad es la poesía y el tránsito es también escribir. Vuelvo a la idea de lo material, a que escribir es oficio, un ejercicio, y no sólo arte. Del Río deja claras marcas de la materialidad del escribir y del compromiso del cuerpo –no sólo de la mente- que implica. Así en la primera parte del poemario, titulada “La mesa” –mesa en la que se escribe, por cierto- sitúa en el origen la hoja en blanco que “me quiebra” (20) y acentúa la necesidad/obligatoriedad de escribir: “la mano con que escribo encadenada a la tablilla” (15).

Del Río también lo materializa en sus imágenes, al convertir a la poesía en ciudad y a la palabra en río, que es anterior a toda construcción poética [4]. El sujeto que llega al río tiene una piel “erguida de astillas”, pero “cuando pongo los pies en él / la piel se me reconstituye / se hace curvatura lo que urgía con espinas” (54). La palabra se convierte en sanadora, y el medio para sanar es escribir, tomar ese río de palabras y convertirlos en palabras poéticas, como parte de una actividad que involucra lo material, la mente, y la acción diaria, cotidiana. Así cobra sentido que el poema en que recuerda cómo jugaba a ser madre de niños muertos y abandonados en la dictadura chilena, lleve por nombre “Resiliencia”. De hecho, si salimos de lo textual, y nos centramos en la vida de Alejandra del Río, podemos encontrar que ella ha desarrollado la escritura como terapia, lo que ha trabajado con jóvenes en Alemania. El planteamiento parece ser que para sanar –para que opere la resiliencia- no se deben dejar las experiencias –por terribles que sean- en el olvido, sino traerlas, escribirlas, volverlas –en su caso- en palabra poética. Al respecto el texto es explícito: “el olvido no existe” (70).

En el poema “Simultánea y remota (Santiago de Chile, año 1980)”, los últimos dos versos dicen: “Tengo ocho años y si cumplo cien / seguiré teniendo ocho años” (66). La experiencia de la infancia sigue siendo parte de la identidad del sujeto, incluso cuando cumpla los cien años. El poemario está organizado en forma material en cuatro partes: Primero “La mesa”, luego “La mano” que escribe, después “Los pies” que son los que transitan y finalmente “La ventana”, en que vemos que el camino continúa, no se detiene, sino que va encontrando –a medida que sigue- ventanas de expresión. Para seguir escribiendo, hay que seguir viviendo y experimentando: “Deseo seguir viajando en este tren / sujeta a mi diario / aferrada a las líneas regulares de la siembra” (70). Material mente diario ha sido una bitácora del viaje transcurrido hasta el momento, lo que transforma la lectura metapoética, en una reflexión muy personal, no es simplemente una pregunta por la poesía, sino por cómo “yo” hago poesía. Por eso la relación con la poesía no es siempre igual, como vimos al comienzo en “Fábula”: a la poesía se la visita, se la extraña, se pasea por ella, se nace y se muere en ella. Y como es ejercicio, y es material, la respuesta de cómo el sujeto del poemario hace poesía, se encuentra explícita en los últimos versos de “Expreso de mediodía”, el poema que cierra el libro: “la mano completa lo desproporcionado” (Ibíd).

REFERENCIAS

Amaro, Lorena. “La enfermedad del regreso material”. Blog La calle Passy 061, http://lacallepassy061.blogspot.com/2009/09/la-enfermedad-del-regreso-material.html, 2009. (Consultado el 27 de diciembre de 2010).

Del Río, Alejandra. Material mente diario 1998-2008. Santiago: Editorial Cuarto propio, 2009.

Gómez, Cristián. Sitio web Letras.s5.com, http://letras.s5.com/cgo040310.html, 2010. (Consultado el 4 de enero de 2011)

Limbert, John. Shiraz in the age of Hafez. United States: University of Washington Press, 2004.

NOTAS

[1] Cito el artículo de la académica Lorena Amaro titulado “La enfermedad del regreso material”, que tiene sólo una publicación electrónica.

[2] Limbert es doctorado en Historia y Estudios del Medio Oriente, y ha desarrollado una carrera diplomática en Estados Unidos, incluyendo labores en Irán.

[3] Traduzco como “la violencia y la anarquía asesina prevalecían en las calles de Shiraz”.

[4] Cristián Gómez plantea al respecto que “la poesía se considera no como parte de la literatura, sino como algo que necesariamente la antecede. El poema sería previo, en consecuencia, a cualquier actividad poética” (2010).

*Este mini ensayo fue publicado originalmente en la revista virtual Dominios perdidos de los estudiantes de posgrado de la Facultad de Letras UC.

Necesidad de una genealogía

MARGO GLANTZ

Las genealogías

México: Editorial Alfaguara, 1997

Por Alida Mayne-Nicholls

Margo Glantz

La escritora Margo Glantz

“Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad” (17), escribe la autora mexicana Margo Glantz al comienzo de Las genealogías, una autobiografía destinada a recomponer a través de la escritura la historia familiar. La palabra necesidad parece la clave y en ese sentido cabe preguntarnos por qué la escritora siente la necesidad de armar su árbol genealógico en plena madurez. Ella misma responde a esa interrogante en su prólogo: “Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo –éstas- mis genealogías” (21).

En la lectura de este libro puede no ser necesario conocer la obra de esta autora e investigadora literaria, pero sí es preciso abrirse a algunos de sus datos geográficos y reconocer en ella a una judía mexicana, hija de padres judíos rusos, que abandonaron su país para tener un mejor futuro en una tierra diferente. Cuando ella habla de que en su casa tiene tanto un candelabro de nueve velas como las imágenes de santos católicos, está graficando que su base es compleja y, por tal motivo, necesita emprender un viaje que le dé sentido a su existencia, y eso lo hace desde la perspectiva que da la madurez.

Las genealogías se inscribe en el ámbito de los géneros referenciales, podemos reconocer una escritura autobiográfica. Glantz escribe en primera persona acerca de su vida y la de su familia, a partir de las conversaciones con sus padres, que emigraron jóvenes desde Rusia a México. Un texto, por autobiográfico que sea, representa un campo ambiguo, puesto que su material es la vida real, acontecimientos que existieron, pero su construcción convierte esa vida en una narración que podríamos considerar ficcional. De esta manera, sus padres, ella misma, personas que habitan o habitaron el mundo, se convierten en personajes de esa narración que se conforma en el papel.

El relato se nos presenta en fragmentos relativamente breves, de dos o tres páginas, y que carecen de título o epígrafe que guíen al lector. El texto no sigue un orden cronológico ni lineal. Por el contrario, el carácter fragmentario hace que saltemos de un tema a otro sin relación, en capítulos contiguos, o bien que la narración retroceda en el tiempo, o insista en temas tratados anteriormente. Es así como hacia la mitad del relato nos habla de la muerte de su padre –“Mi padre murió una madrugada del 2 de enero de 1982” (92)-, sólo para volver a traerlo a la vida –como personaje- en las escenas de conversaciones que aparecen posteriormente en el libro.

Algunos estudios sostienen que la escritura femenina tiende a ser discontinua y fragmentaria. Ciertamente esto no se trata de una característica sine qua non que determine cómo deber ser la escritura realizada por mujeres. Pero sí es interesante lo que plantean autoras como Domna Stanton, en el sentido de que si una mujer opta por una estructura fragmentaria, es porque se ajusta a la condición de sujeto escindido.

Es un sujeto escindido por cuanto no puede ofrecer una imagen completa de sí misma. Volvamos a las palabras iniciales de Margo Glantz: “parezco judía y no lo parezco”. Me parece relevante para adentrarnos en la lectura de Las genealogías, el tener presente el género femenino de la autora, por cuanto podemos considerar su trabajo autobiográfico como un esfuerzo en la búsqueda de la voz propia, de constituirse como sujeto más allá de las convenciones.

Tomar la perspectiva de género no es casual, Glantz da pie para esto en la edición de 1997 del libro, que incluye una suerte de epílogo titulado “La (su) nave de los inmigrantes”, en que la memoria familiar se ha convertido, de pronto, en la memoria materna. Es Lucy Glantz la que da sentido a la herencia de Margo y la escritora valida esto al intercalar las palabras de su madre, intuitivas y emocionales, con las suyas, de carácter más estructurado. La pregunta por el quién soy, tiene, al menos, una respuesta:

“Una transmutación se ha producido: la separación forzosa que en Rusia se establece, esa división entre cristianos rusos y judíos rusos […] desaparece al tocar tierra mexicana. Aquí judíos rusos y rusos cristianos, rusos socialistas y rusos blancos se sienten unidos por el idioma, las costumbres, la comida del país que han tenido que abandonar” (236).

El sello femenino se presenta incluso en las últimas líneas de este epílogo, que siguen concentradas en la figura materna, a la que se refiere como “ese cuerpo que me permitió ser lo que soy” (240). Para comprender quién es ella, resulta necesario volver a la matriz y esa matriz es su madre, a la que llora y admira y a quien “escribo estas precarias palabras totalmente insuficientes para recordarla y para ponerle punto final, ahora sí, a mis genealogías” (Ibíd).

Nos volvemos a conectar entonces con la herencia hebrea de la autora, puesto que si está volviendo a la matriz, si es al hablar de su madre que puede poner fin a su genealogía, es porque es la madre quien transmite dicha herencia. Es judía porque su madre es judía, pero de una nueva manera que fue posible gracias al renacimiento –o transmutación en palabras de la escritora-, que las comunidades rusas cristianas y judías viven en México. “El idioma, las costumbres, el territorio, el clima liman las diferencias [entre los grupos], unifican, integran a una misma y reciente tradición” (237).

Esto me lleva a una nueva interrogante: ¿Por qué la búsqueda de la genealogía no se completa en la oralidad de las conversaciones, sino en el espacio textual? Es necesario escribir dicha travesía, primero en el formato de columnas que aparecieron en el periódico mexicano Unomásuno, y luego –después de un proceso de edición- en el libro Las genealogías. ¿Por qué? Podemos encontrar una razón en que la mujer construye su identidad en el ya citado espacio textual. Margo Glantz busca su propia voz –como mujer, no sólo como autora- a través del relato autobiográfico.

Llama la atención el hecho de que el libro no se llama “mi genealogía” o “la genealogía”, sino que Glantz opta por el plural, tal vez haciéndose eco de que la identidad femenina –su identidad femenina- no es un estereotipo, sino una construcción compleja, realizada a partir de una pluralidad de voces, tanto la de la madre como la del padre, aunque ella esté dándole prioridad a la materna.

Al respecto, Glantz escribe: “Vivir con alguien es, probablemente, perder algo de la propia identidad. Vivir contagia: mi padre corrige la infancia de mi madre y ella oye con impaciencia ciertas versiones de la infancia de mi padre” (119). Hay algo contradictorio en los conceptos de perder y contagiar, bien podría pensarse que el contagio en el texto habla de sumar algo. Sí existe el reconocimiento de que la identidad no se forma en un ambiente aislado o neutro, sino en relación con los demás. Así, reconocemos que el sujeto que se forma en la narración, lo hace en diálogo con los otros: el padre, la madre, las hermanas presentes en sus recuerdos, el tío Volodia, los parientes en Estados Unidos, los que permanecieron en Rusia, etc.

Al responder a una multiplicidad de voces, no sorprende la elección de una estructura fragmentaria. Especialmente porque los recuerdos se articulan de forma orgánica, según las necesidades de la narradora/autora, que nos vuelve a contar su historia. Ella está conciente de que acudir a la memoria –la de ella y los suyos- es un tema complejo, por cuanto los recuerdos nunca son la vida misma ni se presentan de la misma forma. Asimismo, de todos los recuerdos, debe elegirse aquellos que tienen sentido en el relato principal: la conformación de las genealogías de Margo Glantz. De tal manera, es comprensible que muchas historias queden fuera, porque no son parte de la búsqueda del origen o porque su conexión aparece dudosa o redundante. “[…] surgen mil historias que ya no caben en estas páginas, porque mis dedos se cansan” (229-230) escribe Glantz, haciendo explícita la reflexión acerca de la memoria, en medio de la narración autobiográfica que ella ha ido elaborando fragmento tras fragmento.

No cabe duda que hay una elaboración, lo que leemos no es la vida misma de los Glantz, sino la construcción que la autora ha hecho a partir de esos relatos extratextuales. Ella misma lo manifiesta: “la duda permanece porque los datos varían cada vez que se le da cuerda al recuerdo” (26).

La estructura digresiva y discontinua permite una lectura fluida, en la que la narradora maneja el ritmo del relato alternando distintos rasgos. Así se mueve desde el relato emotivo y dramático, como el recuerdo de los pogroms, en los que la única manera de sobrevivir era esconderse sin mirar atrás; hasta otros más jocosos, como los pasajes en que el padre de Margo insiste en el buen humor de sus antepasados, utilizando siempre como ejemplo la anécdota en que el bisabuelo “aconsejó a los miembros de la aldea que pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho” (25-26).

Las anécdotas y recuerdos que en una primera instancia podrían parecer como partes sueltas, constituyen un todo que permite que como lectores terminemos –o comencemos- a configurar ese mundo del que provenían, la comunidad judía que vive en Rusia, el viaje a América, cómo se adopta un nueva vida en México, etc. Asimismo, presenta un interesante panorama de la actividad cultural e intelectual en la primera mitad del siglo XX mexicano, provisto por los relatos del padre de Margo, tanto los relativos a los muralistas, como a los poetas y escritores con los que convivió.

Margo Glantz no se preocupa de hacer historia oficial, no llena de fechas ni de hitos su relato, pero a través de su petite histoire, su historia mínima por cuanto corresponde a la originalidad de ser la vivencia de su familia y no de otra, permite que nos formemos una idea de lo que significó para otras familias judías el trasladarse a una parte desconocida del mundo a recomenzar. Hay una cierta explicitación de esto en el mismo texto, cuando Margo viaja a Rusia “para convertirme en la primera persona de la familia (mexicana) en rehacer el trayecto” que hicieron sus padres. Allí ella conoce a un profesor universitario que también vivió en México, que también llegó a tierras americanas a bordo del barco holandés Spaardam. Entonces la historia pequeña de los Glantz se convierte en la de la comunidad judía que llegó a comenzar una nueva vida a México, un poco por casualidad, pero que fue capaz de adoptar ese nuevo lugar en el propio, es decir, reterritorializarse: “El paso siguiente es la nave, el paréntesis perfecto entre los dos mundos, el lugar ideal para las metamorfosis que en México se producen plenamente; por ejemplo, aquí nacimos nosotras, mis hermanas y yo” (240).

Las jaulas invisibles de Ana Vásquez-Bronfman

El 17 de noviembre de 2009 murió la escritora Ana Vásquez-Bronfman. Llevaba toda una vida radicada en Francia, pero el contacto con nuestro país no lo perdió nunca. Es una lástima esperar a hablar sobre alguien cuando ya ha partido, pero en el caso de ella dejó un grupo de novelas y ensayos que o bien nos la recordarán o nos ayudarán a conocerla a través de su escritura.

Ana Vásquez-Bronfman

La escritora Ana Vásquez-Bronfman

Debo comenzar diciendo que estoy lejos de ser una gran conocedora de la obra de Ana Vásquez-Bronfman, la escritora chilena fallecida el 17 de noviembre de 2009. No tenía un gran número de novelas a su haber, aunque sí éstas destacaban por sus críticas favorables, además de haber ganado el premio del Consejo Nacional del Libro a la mejor novela inédita en 1999 por Los mundos de Circe.

Se había radicado en Francia en 1974, adonde partió exiliada, y la temática del desarraigo, del trasplante, estaba presente en sus obras, en particular en su última novela Las jaulas invisibles (2002).

Ana Vásquez-Bronfman era, además, sicóloga, y si la buscan en Google se darán cuenta de que tiene tantas entradas por tal motivo como por su incursión literaria. En términos profesionales exploró el ámbito de la resiliencia, esa capacidad del ser humano de sobreponerse a los dolores y traumas más profundos. Me pregunto si fue un interés que surgió del hecho de haberse visto obligada ella misma a dejar su país.

Las jaulas invisiblesLas jaulas invisibles es una saga familiar, o la saga de dos familias, todas obligadas a abandonar sus hogares y convertirse en emigrantes. Unos son judíos rusos, que se encuentran escapando de los pogroms (disturbios, ataques) que sufría la población judía en Rusia. Los otros son campesinos chilenos que deben cambiar su vida por la de la ciudad.

“Nadie emigra por gusto, evidentemente, antes de partir los riesgos se ven más grandes, y si no se sabe claramente lo que se va a ganar con la partida, ciertamente se sabe lo que se pierde” (34-35), escribe la autora en la novela.

Esas dos familias tan distintas terminarán coincidiendo, décadas más tarde, en particular en la forma de dos niñas que terminarán haciéndose amigas y reencontrándose décadas más tarde, Mariana y Veruchi. Su historia actual viene desencadenada desde el pasado, que la autora inicia en la vida de sendas bisabuelas. A través de esos relatos, narrados con fluidez y tacto, con tal intimidad que pareciera que una se está introduciendo en algo demasiado privado, pero que, a la vez, es bastante cercano, no por las experiencias específicas, sino por el trasfondo de aquellas.

Es la idea de las jaulas invisibles, esa herencia que recibimos de nuestras familias, que apenas percibimos, pero que pueden convertirse en verdaderas prisiones. “Desde que nacemos nos van encerrando en jaulas” (242), se lee al continuar el relato de la novela.

Si hay algo interesante en Las jaulas invisibles es la apuesta por una visión que se enfoca desde la mujer, nada de historias de patriarcas. Todo comienza con la historia de las bisabuelas y en el presente volvemos a encontrarnos con dos mujeres, Mariana y Veruchi. Por supuesto, el relato no es lineal, sino que se estructura de una manera más orgánica, como respondiendo a las necesidades de una narración íntima y no a la obligación de realizar una cronología. Eso me hace pensar en esta otra cita: “Es cierto que las ideas se le escapan de la cabeza, árboles, hojas gigantescas, verdes en todos los matices, basura en el borde de la carretera, no logra concentrarse, quisiera echarse a llorar como una niña chica, qué ridículo. Mientras preparaba el viaje estaba tan vitalmente entusiasmada, sentía que si Veruchi aceptaba el análisis con ella, juntas podrían aclarar muchas dudas, darle más coherencia a su interpretación” (2002, 8). Tal vez haya una invitación a que como lectores también participemos de ese análisis, o más bien de ese viaje, de lo que se abandona y de lo que permanece.

Ignoro si será fácil conseguir los libros de Vásquez-Bronfman actualmente, en particular porque este último es de 2002. Buscando en el sitio web de algunas librerías no pude dar con sus novelas, pero Las jaulas invisibles sí aparece en el sitio de Lom (www.lom.cl). De todas maneras, me parece que vale la pena realizar el esfuerzo de buscar y leer a nuestros autores, porque aunque ellos hayan partido, sus textos permanecen.

Historias de mudanzas

ALEJANDRO ZAMBRA

Fantasía

En Bogotá 39: antología de cuento latinoamericano

Barcelona: Ediciones B, 2007

POR ALIDA MAYNE-NICHOLLS VERDI

Alejandro Zambra

El escritor Alejandro Zambra

Recuerdo claramente mi primera mudanza. Tenía ocho años y toda la gran casa de calle Baquedano en Iquique se había desarmado, catalogado y embalado. Mis queridas pertenencias estaban todas empaquetadas como parte de un proceso que no acababa de entender. Porque mudarse –no sólo de casa, sino de ciudad- era darme cuenta por primera vez de que el paso del tiempo significa cambio. Dejar atrás lo conocido, lo querido, lo seguro por lo incierto, lo desconocido, y lo que todavía no sabía si llegaría a querer.

Lo que más me gustaba de la mudanza eran esas enormes cajas de madera en la que traían el té de hojas desde el Oriente. Era el mejor ícono que podía tener de todo aquello que estaba aconteciendo.

El cuento “Fantasía” de Alejandro Zambra me hizo recordar esa época y darme cuenta de que en mi historia no había ni camión de mudanza ni hombres que bajaron las cajas por la larguísima escalera desde el segundo piso hasta la calle. Es como si no hubieran existido, como si un día las cajas hubieran estado en los salones de Iquique y al día siguiente –¿o tomó más tiempo?- en Copiapó.

A medida que pasaba las páginas, más presionaba a mis recuerdos, tratando de dar con algún rostro extraño en medio de las imágenes que conservo. Casi llegué a imaginarme a esa gente olvidada como los personajes del relato de Zambra: Luis Miguel, Nadia y el narrador protagonista de esta historia, que es un poco historia de amor y desamor, otro poco amistad y, más que nada, cómo el tiempo significa cambio.

“Fantasía” es un relato de apenas siete páginas, en las que la pequeña historia de amor del narrador y Luis Miguel, y su relación de amistad con Nadia, se refleja a través del trabajo en la compañía de mudanzas que los tres manejan con un solo camión y que recibe el nombre de Fantasía.

El título no podría ser más acertado, porque es una fantasía pensar que la inusual relación entre los tres va a perdurar. Es una fantasía creer que Luis Miguel va a dejar a su esposa, que él y el narrador podrán mantener su relación por más años.

La palabra fantasía me hace pensar en las ilusiones, las potencialidades que significa la mudanza, el supuesto de comenzar una nueva vida, la posibilidad de partir de cero, dejando atrás todo aquello de lo cual uno se avergüenza y tratar de inventarse a una misma. Pero si son fantasías, entonces esas potencialidades están truncadas desde el mismo nacimiento, la sola palabra encierra posibilidad y frustración al mismo tiempo.

Cuando tenía ocho años, no había mucho que cambiar. Simplemente descubrí que mi vida en Copiapó era similar a la que teníamos en Iquique. Sólo el escenario había cambiado. En la plaza ya no había palmeras y jotes, sino sauces y palomas; el sol ya no desaparecía en el mar, y ya nunca más sentiría en forma cotidiana el ruido de las olas mezclado con ese exquisito sabor salado del aire.

Las mudanzas que se producen en el cuento de Zambra significan cambios profundos, y también renuncias. El narrador se olvida definitivamente de la universidad y obtiene su anhelada libertad; Nadia se separa del yugo de la madre. Pero la mayor renuncia es la que hará Luis Miguel al optar por su familia y mudarse a Puente Alto.

Asumir que la temporada feliz que los tres personajes pasan en torno a la compañía de mudanzas, acabará en renuncia, no le quita méritos al cuento. Por el contrario, Zambra logra con clara habilidad transformar esta pequeña y sencilla historia, en una que lo remueve a uno, que lo invade con su ternura.

La manera en que el cuento está narrado es clave para evocar las diversas emociones por las que pasa el narrador. La historia está contada a través de las anécdotas más importantes que marcaron la época en que los tres vivían juntos: La muerte del padre; la primera visita de Luis Miguel; la llegada de Nadia a la casa; la inesperada visita de la madre del narrador; la partida de Luis Miguel.

Cómo no conectar con esa forma de recordar –porque el narrador está escribiendo sus recuerdos-. Yo no logro dar con los hombres de la mudanza que participaron en el adiós a Iquique, pero sí recuerdo la fiesta de despedida que mis amigas me dieron en la casa de la Cindy Alvarez en Playa Brava. También recuerdo la impresión de descubrir el jardín y el patio de la casa de Copiapó, y ese terrible primer día de clases en un colegio nuevo, en que apenas me salía un hilo de voz cuando alguien preguntaba mi nombre y tenía que decirlo siempre más de una vez para que entendieran cómo se pronunciaba.

Mirados a la distancia no parecen la gran cosa. Difícilmente puedo compararlos con la pérdida del amor que tan bien describe Zambra con la mayor ausencia de palabras posible: “No volveremos a vernos, le dije, y él asintió. Nadia lo abrazó con cariño. Yo no lo abracé: yo salí y esperé a mi amiga afuera durante dos o diez minutos interminables”.

La idea de la mudanza me hace pensar en el cambio, en el paso del tiempo, y Zambra logra ese efecto: la sensación de estar en un continuo devenir.

La verdad es que esa primera mudanza –la mía- me dio mucha pena. A pesar del éxtasis de la casa embalada, de las olorosas cajas de té llenas de nuestras pertenencias, del juego de viajar por la carretera hasta Copiapó. Zambra me recordó esa pena, ese no querer desprenderse de aquello tan amado, la casa vieja a cuatro cuadras de la playa, la mesa de ping pong, el regreso en Victoria desde el mercado.

Zambra no menciona nada de eso, pero su relato es tan honesto, sus personajes son tan frágiles y sus fantasías, tan vívidas. Lo logra todo con sus frases cortas, no necesita darse vueltas en una idea. Basta con lanzar un par de palabras, directas como “Los días siguientes fueron horribles. Horribles e innecesarios”.

La simpleza del relato lo hace atractivo. Ahí está la conexión que logré con una historia que poco y nada tiene que ver con la mía. Al principio me chocó, porque el cuento parte con una rabia que me descolocó, que me hizo dudar de hacia dónde iría la historia.

No parecía haber mucha fantasía en esos primeros párrafos, sino todo lo contrario. Sin embargo, el sentimiento muta con fluidez. La llegada del amor –porque aunque el narrador no lo admita, allí había amor, allí había una familia – transforma el rencor y la rabia contra el padre, contra el camión que dejó, contra la madre que se fue al sur, sin decir que era para siempre.

La ternura se abre paso a través del relato para mutar una vez más, para acabar ya no en el rencor, sino en la aridez del alma. La historia de amor y la fantasía, ya no son más que palabras, un recuerdo escrito, nada más.

Al final siento lástima por ese narrador que se cierra, que pareciera ya no ser capaz ni de sentir rabia ni de sentir amor, que está vacío. Mi perspectiva es que en la vida hay nuevas mudanzas, que ya no son simples ilusiones. Que lo que dio pena, puede convertirse en una alegría mayor. Pero no se trata de cambiar el final del relato. Eso sería “horrible e innecesario”.

*Esta crítica fue publicada en RE: Revista de Estética, número 1, pag. 8-9, 2008. Santiago.