El martes 28 de abril fui una de las presentadoras del libro El exitoso (e increíble) Caso Y de Ricardo Candia, editado por Ceibo. Fue un hermoso encuentro en el Café Literario del Parque Bustamante. A continuación encontrarán el texto que leí.
“Recuerda que los niños nacen para ser felices” (102), le dice un juez al Yague, el protagonista de El exitoso (e increíble) Caso Y. Qué fácil parece una declaración así, cuando en realidad nadie se está involucrando en la vida de un niño que considera que nació muerto, que respira, pero que está muerto. Como adultos nos pasamos pensando, reflexionando y teorizando en torno a la infancia, convencidos de que los niños son el futuro del mundo, como si fuera decisión y deber de los niños y niñas el hacer del mundo un lugar mejor en que vivir. El psicólogo Peter Gray estudia el juego en los niños y plantea que si los niños desarrollan juegos violentos es porque el mundo creado por los adultos es violento. “Es un error”, dice, “pensar que de alguna forma podemos reformar el mundo en el futuro controlando los juegos de los niños y controlando lo que aprenden; los niños seguirán el mismo camino. Los niños deben, y lo harán, prepararse para el mundo real para el cual deben adaptarse para sobrevivir”. Esta idea me rondó durante toda la lectura del libro de Ricardo Candia. Tengamos presente al niño protagonista, parido y dejado en un basurero, un sobreviviente desde el primer minuto de vida. Ese primer hecho será una marca constante, tanto así que parece que el Yague nunca deja el basurero, sino que este toma distintas representaciones: desde la casa de la abuela materna hasta los hogares para niños abandonados y la cárcel. Y noto además esa palabra hogar, que aparece trastocada, vaciada de su significado: ni la casa de la abuela ni los centros para niños son hogares realmente, no hay calor ni familia.
El término infancia viene del latín infans, que remite a lo mudo, a lo inarticulado, sin palabras. Y, sin embargo, nos encontramos que el Yague es el narrador de su propia historia. El uso que hace del lenguaje es sofisticado en las primeras páginas: desde la construcción de las oraciones hasta el empleo de adjetivos e imágenes. Ese primer Yague que conocemos nos está hablando desde otro plano, él mismo nos previene que ya ha muerto y que siente una necesidad quemante de contar qué le sucedió: “Movediza, con una cadencia porosa y blanda, me recibe la muerte”, leemos apenas en la primera línea de la novela. Cada vez que aparezca este Yague posterreno, el lenguaje volverá a hacerse sofisticado, en un recurso del autor por configurar dos niveles distintos: el del niño que ha nacido en un basurero y el del niño que ha escapado de él. A poco andar el lenguaje mutará: a medida que el niño vaya narrando sus primeros días de vida irá recuperando una suerte de inarticulación, pero más que nada, iremos viendo cómo va adquiriendo un lenguaje de la calle que va apoderándose de las líneas y los párrafos. Sin embargo, siempre hay palabras, este infante no es mudo, si bien, muchas veces elige el silencio cuando se relaciona con los adultos de los hogares, del mundo político, los psicólogos y médicos que tratan de convertirlo en un caso, pero, nuevamente, sin involucrarse realmente.
Por supuesto, cada vez que un autor narra desde la perspectiva de un niño está simulando su voz, de eso no cabe duda. Y hay distintas estrategias retóricas para lograrlo. Henry James, por ejemplo, creía que había que usar un lenguaje indirecto. El Yague nos apela directamente, sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. Reflexionado sobre este aspecto a medida que leía la novela, llegué a este párrafo: “Durante los días que estuve en el Hogar me di cuenta de que yo había cambiado mucho comparado con los cabros de mi misma edad que aún seguían ahí. Les escuchaba sus conversaciones, sus juegos y sus peleas, y eran todas cosas de niños, que no se comparaban con lo que yo había visto y vivido en la calle, aun cuando tenían la misma expresión de miedo que tenemos todos” (69). El Yague ha vuelto al hogar después de vivir muchos años en la calle y lo que nota al reencontrarse con sus contemporáneos del hogar, es que ellos siguen siendo niños y que él ya no lo es. ¿Por qué no es ya un niño? Estamos acostumbrados a considerar que los niños y niñas son inocentes, deben ser protegidos; si hacen el mal es porque no saben lo que están haciendo. La investigadora Susan Honeyman llama a eso “obviedades de la infancia”, que no son más que categorías que usamos para etiquetar a los niños y niñas, para definir cómo creemos que deberían ser y tratarlos acorde. Pero cuando salimos de las generalizaciones, nos damos cuenta de que esas no son más que categorías inasibles. Desde una perspectiva tradicional no podríamos considerar al Yague como un niño inocente –y el término inocencia me complica, es complicado, pero no profundizaré en torno a eso en esta presentación-, pero, ¿quiere decir eso que ya no es niño? Cuando fue publicado El señor de las moscas de William Golding, los críticos se confundían por estos niños que, sin supervisión adulta, eran capaces de todo. Reinhard Kuhn, de hecho, los llamó no-niños, nonchildren. Muchas veces, al leer El exitoso (e increíble) Caso Y, nos perdemos en el tiempo: son tantas las experiencias que va atravesando el Yague que pareciera que han pasado muchos años, hasta que llegan pequeños datos que nos devuelven la mirada, como cuando el Yague recuerda: “[…] y creo que aún no tenía once años” (77). No crecerá mucho más que eso.
Es interesante la aproximación de Ricardo Candia y cómo conforma a este Yague, que sí es un niño, un niño al que se le han negado cosas, que ha sido convertido casi en un estrella de reality show justamente por el hecho de ser capaz de todo; pero al darle voz, Candia nos presenta un personaje complejo: que no es simplemente malvado porque ya no sea inocente, sino que está lleno de aristas, de luces y sombras, como todos. Por eso no llamaré al Yague un no-niño, porque no lo es. Es solo que, a diferencia de lo que dice el juez, los niños no son simplemente felices porque nacen, alguien tiene que hacerse cargo de ello; y eso quiere decir involucrarse. No me extraña entonces que haya una crítica grande a las instituciones que se quedan en las firmas de proyectos, en las fotografías de relaciones públicas, pero que no se involucran. Cada vez que al Yague se le aproximan para “volverlo al redil”, solo se trata de un acercamiento superficial. Y eso nos plantea preguntas duras: qué debemos hacer, cómo actuar, cómo cambiar las cosas para que haya otras salidas del basurero, para que no haya basurero alguno, para que la vida de un niño no se convierta en un caso (exitoso, increíble, frustrado, perdido).
No olvido que esta es una obra de ficción, que no hay un Yague hablándonos realmente. Pero tampoco olvido que una obra de ficción nos llama a reflexionar, nos remece. Eso sucede con El exitoso (e increíble) Caso Y.