Historias de mudanzas

ALEJANDRO ZAMBRA

Fantasía

En Bogotá 39: antología de cuento latinoamericano

Barcelona: Ediciones B, 2007

POR ALIDA MAYNE-NICHOLLS VERDI

Alejandro Zambra

El escritor Alejandro Zambra

Recuerdo claramente mi primera mudanza. Tenía ocho años y toda la gran casa de calle Baquedano en Iquique se había desarmado, catalogado y embalado. Mis queridas pertenencias estaban todas empaquetadas como parte de un proceso que no acababa de entender. Porque mudarse –no sólo de casa, sino de ciudad- era darme cuenta por primera vez de que el paso del tiempo significa cambio. Dejar atrás lo conocido, lo querido, lo seguro por lo incierto, lo desconocido, y lo que todavía no sabía si llegaría a querer.

Lo que más me gustaba de la mudanza eran esas enormes cajas de madera en la que traían el té de hojas desde el Oriente. Era el mejor ícono que podía tener de todo aquello que estaba aconteciendo.

El cuento “Fantasía” de Alejandro Zambra me hizo recordar esa época y darme cuenta de que en mi historia no había ni camión de mudanza ni hombres que bajaron las cajas por la larguísima escalera desde el segundo piso hasta la calle. Es como si no hubieran existido, como si un día las cajas hubieran estado en los salones de Iquique y al día siguiente –¿o tomó más tiempo?- en Copiapó.

A medida que pasaba las páginas, más presionaba a mis recuerdos, tratando de dar con algún rostro extraño en medio de las imágenes que conservo. Casi llegué a imaginarme a esa gente olvidada como los personajes del relato de Zambra: Luis Miguel, Nadia y el narrador protagonista de esta historia, que es un poco historia de amor y desamor, otro poco amistad y, más que nada, cómo el tiempo significa cambio.

“Fantasía” es un relato de apenas siete páginas, en las que la pequeña historia de amor del narrador y Luis Miguel, y su relación de amistad con Nadia, se refleja a través del trabajo en la compañía de mudanzas que los tres manejan con un solo camión y que recibe el nombre de Fantasía.

El título no podría ser más acertado, porque es una fantasía pensar que la inusual relación entre los tres va a perdurar. Es una fantasía creer que Luis Miguel va a dejar a su esposa, que él y el narrador podrán mantener su relación por más años.

La palabra fantasía me hace pensar en las ilusiones, las potencialidades que significa la mudanza, el supuesto de comenzar una nueva vida, la posibilidad de partir de cero, dejando atrás todo aquello de lo cual uno se avergüenza y tratar de inventarse a una misma. Pero si son fantasías, entonces esas potencialidades están truncadas desde el mismo nacimiento, la sola palabra encierra posibilidad y frustración al mismo tiempo.

Cuando tenía ocho años, no había mucho que cambiar. Simplemente descubrí que mi vida en Copiapó era similar a la que teníamos en Iquique. Sólo el escenario había cambiado. En la plaza ya no había palmeras y jotes, sino sauces y palomas; el sol ya no desaparecía en el mar, y ya nunca más sentiría en forma cotidiana el ruido de las olas mezclado con ese exquisito sabor salado del aire.

Las mudanzas que se producen en el cuento de Zambra significan cambios profundos, y también renuncias. El narrador se olvida definitivamente de la universidad y obtiene su anhelada libertad; Nadia se separa del yugo de la madre. Pero la mayor renuncia es la que hará Luis Miguel al optar por su familia y mudarse a Puente Alto.

Asumir que la temporada feliz que los tres personajes pasan en torno a la compañía de mudanzas, acabará en renuncia, no le quita méritos al cuento. Por el contrario, Zambra logra con clara habilidad transformar esta pequeña y sencilla historia, en una que lo remueve a uno, que lo invade con su ternura.

La manera en que el cuento está narrado es clave para evocar las diversas emociones por las que pasa el narrador. La historia está contada a través de las anécdotas más importantes que marcaron la época en que los tres vivían juntos: La muerte del padre; la primera visita de Luis Miguel; la llegada de Nadia a la casa; la inesperada visita de la madre del narrador; la partida de Luis Miguel.

Cómo no conectar con esa forma de recordar –porque el narrador está escribiendo sus recuerdos-. Yo no logro dar con los hombres de la mudanza que participaron en el adiós a Iquique, pero sí recuerdo la fiesta de despedida que mis amigas me dieron en la casa de la Cindy Alvarez en Playa Brava. También recuerdo la impresión de descubrir el jardín y el patio de la casa de Copiapó, y ese terrible primer día de clases en un colegio nuevo, en que apenas me salía un hilo de voz cuando alguien preguntaba mi nombre y tenía que decirlo siempre más de una vez para que entendieran cómo se pronunciaba.

Mirados a la distancia no parecen la gran cosa. Difícilmente puedo compararlos con la pérdida del amor que tan bien describe Zambra con la mayor ausencia de palabras posible: “No volveremos a vernos, le dije, y él asintió. Nadia lo abrazó con cariño. Yo no lo abracé: yo salí y esperé a mi amiga afuera durante dos o diez minutos interminables”.

La idea de la mudanza me hace pensar en el cambio, en el paso del tiempo, y Zambra logra ese efecto: la sensación de estar en un continuo devenir.

La verdad es que esa primera mudanza –la mía- me dio mucha pena. A pesar del éxtasis de la casa embalada, de las olorosas cajas de té llenas de nuestras pertenencias, del juego de viajar por la carretera hasta Copiapó. Zambra me recordó esa pena, ese no querer desprenderse de aquello tan amado, la casa vieja a cuatro cuadras de la playa, la mesa de ping pong, el regreso en Victoria desde el mercado.

Zambra no menciona nada de eso, pero su relato es tan honesto, sus personajes son tan frágiles y sus fantasías, tan vívidas. Lo logra todo con sus frases cortas, no necesita darse vueltas en una idea. Basta con lanzar un par de palabras, directas como “Los días siguientes fueron horribles. Horribles e innecesarios”.

La simpleza del relato lo hace atractivo. Ahí está la conexión que logré con una historia que poco y nada tiene que ver con la mía. Al principio me chocó, porque el cuento parte con una rabia que me descolocó, que me hizo dudar de hacia dónde iría la historia.

No parecía haber mucha fantasía en esos primeros párrafos, sino todo lo contrario. Sin embargo, el sentimiento muta con fluidez. La llegada del amor –porque aunque el narrador no lo admita, allí había amor, allí había una familia – transforma el rencor y la rabia contra el padre, contra el camión que dejó, contra la madre que se fue al sur, sin decir que era para siempre.

La ternura se abre paso a través del relato para mutar una vez más, para acabar ya no en el rencor, sino en la aridez del alma. La historia de amor y la fantasía, ya no son más que palabras, un recuerdo escrito, nada más.

Al final siento lástima por ese narrador que se cierra, que pareciera ya no ser capaz ni de sentir rabia ni de sentir amor, que está vacío. Mi perspectiva es que en la vida hay nuevas mudanzas, que ya no son simples ilusiones. Que lo que dio pena, puede convertirse en una alegría mayor. Pero no se trata de cambiar el final del relato. Eso sería “horrible e innecesario”.

*Esta crítica fue publicada en RE: Revista de Estética, número 1, pag. 8-9, 2008. Santiago.

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