Este domingo recién pasado, cumplimos un año en nuestro nuevo hogar. Sabía que nos habíamos mudado en octubre del año pasado, pero no recordaba bien el día; mi marido, en cambio, es un experto recordando fechas, así que a última hora del día, nos abrazamos felices. Estar en casa era un anhelo de algunos años. Pasamos largo tiempo en un departamento demasiado pequeño para una pareja y que yo al final había llegado a odiar tanto que prefería pasar el día fuera. Con la llegada de nuestro hijo, por supuesto el espacio se volvió ridículo. Había que hacerle el quite todo el tiempo a mis libros, fotocopias y apuntes y a los juguetes de Tony. Una pesadilla. Pensábamos que nos íbamos a mudar en abril del año pasado, pero la entrega de nuestro hogar se fue dilatando hasta la exasperación.
Es raro ese sentimiento de estar todo el tiempo soñando con un hogar. En Mientras agonizo (As I Lay Dying, 1930) de William Faulkner, aparece la siguiente línea: “How often have I lain beneath rain on a strange roof, thinking of home”. Cuán a menudo he permanecido bajo la lluvia en un techo extraño, pensando en casa. A veces pareciera que el hogar es más bien un ideal, una idea que vive solo en nuestras mentes y que tiene que ver con una cierta construcción hecha a partir de recuerdos de infancia, también idealizados. Es así como cuando Dorothy dice en El mago de Oz, “no hay lugar como el hogar” (“There is no place like home”), pero ella está en Oz, como si el hogar fuera siempre algo que se ansía, pero que no se tiene ni se consigue. Supongo que tiene que ver con una especie de inconformismo, pero me parece también que el hogar no es algo estático, va cambiando y es preciso reacomodarlo y, en ese sentido, seguir buscándolo y creándolo para no dejar de sentirse como en casa.