1.000 días sin dormir… y contando

Con Rosario

Con Rosario

No estaba habituada a no dormir. Nunca trasnoché de manera habitual: no me desvelaba para estudiar en la universidad y mi primer hijo dormía toda la noche desde muy pequeño. Pero Rosario, bueno, Rosario ha resultado ser toda una experiencia diferente. Así que ya llevo 1.000* noches sin dormir… y contando. Probablemente cuando por fin termine de escribir este texto y lo suba habrán pasado otras noches de resistir. Quienes me conocen bien saben que no me gusta edulcorar la maternidad. A pesar de lo feliz que soy con mis dos hijos, no soy capaz de olvidar los dolores y frustraciones que acarrea. Y no me refiero a esos pensamientos que en cualquier momento se entrometen de “no lo estoy haciendo lo suficientemente bien”, “no sé cómo hacerlo”, etc., es decir, esos vestigios que se cuelan desde la sociedad patriarcal cuando una no es una “madre profesional”. No, me refiero a los dolores físicos de amamantar, a las rodillas que ya no aguantan un día más de embarazo, a la tendinitis producto de hacer dormir a un bebé de ocho kilos, al tener que aguantarse toda la mañana de ir al baño, o tomar una ducha maratónica.

De momento nada se compara a esto de que cada noche a eso de las tres o cuatro de la mañana sea la hora de la Rosario. Antes (a eso de las 400 noches sin dormir), se paraba llorando en su cuna, enrabiada porque tenía hambre. Ahora que está más grande, sigue despertándose, ya no enrabiada, pero muy segura de cambiarse a mi cama. Creo que solo en tres o cuatro oportunidades ha pasado de largo, pero, en general, porque se había dormido cerca de la medianoche. Durante los primeros meses no fue tan terrible, porque yo caía dormida muy temprano, tipo 10 de la noche como máximo. Pero llega un momento que una no puede estar todo el día dentro del nido. Y mientras más deseo que Rosario se quede dormida para poder reescribir mi tesis (la que hice, entregué y defendí, muchas gracias), cocinar el almuerzo del otro día, corregir pruebas, preparar clases o completar ese artículo al que no logro ponerle fin, más tarda en dormirse. Y no me queda otra que trasnochar un poco para poder avanzar a lo que parece paso de hormiga. Y apurándome porque si no me duermo pronto, llegarán las tres de la mañana y habrá llegado una nueva hora de la Rosario.

En las largas horas de amamantar, he leído bastantes posts y artículos acerca de la depresión posparto y cómo muchas personas (léase hombres) dudan acerca de esa situación (nada peor que leer los comentarios, pero son casi un vicio). Pero, cómo no estar deprimida si no se pega un ojo durante meses; si no se descansan las horas necesarias; si de todas maneras hay que tratar de cumplir con todo; y no está aceptado que una use como excusa la maternidad, porque después de todo es algo “natural”, “normal”, por lo que “todas las mujeres pasan”. Cómo no estar triste, enojada, irritable, sensible. Cómo no sentirse rara o inadecuada, porque esas sensaciones conviven con la alegría de tener a Rosario en mi vida; porque cuando la abrazo y mi Tony se acurruca junto a nosotras pareciera que puedo hacerle frente a todo, que todo va a salir bien, que las cosas parecen perfectas.

Tal vez una de mis mayores complicaciones haya sido estar en una suerte de paz conmigo misma. Porque cuando veo cómo se me acumulan los correos electrónicos, que pretendo contestar, pero que cuando pasan a la segunda página simplemente pasan a formar parte de una zona fuera del límite que ya no recuerdo siquiera haberlos recibido (así se han pasado fechas límite para mandar propuestas de ponencia o para pagar las cotizaciones del mes); bueno, cuando eso ocurre, o cuando no puedo contestar una llamada porque finalmente logré que la Rosario se durmiera o porque por fin tengo dos segundos para cerrar mis ojos, ese sentimiento de frustración o, más bien, de intranquilidad, me volvía loca. Hoy simplemente trato de hacerlo lo mejor posible, tratando de no pensar en qué siente el otro cuando no le contesto su email (que, a todo esto, no estoy en la obligación de contestar a los cinco minutos), sino en lo que soy capaz de hacer.

Cuando comencé a escribir este texto, me había tocado una de las semanas más difíciles con Rosario enferma y empeorando, la sombra del sincicial, yo misma contagiándome y sintiéndome pésimo, y así y todo tener que corregir los últimos exámenes, consolar a la Rosario por su terror a las camillas de las consultas médicas y porque tuvo que hacerse un examen de orina, y tratar de que aquellas no fueran las peores vacaciones de invierno de mi amado Tony… y para qué seguir enumerando. No escribo todo esto porque sienta lástima de mí misma ni porque quiera que otros la tengan. Sino porque el mundo parece tan ignorante de esto, como si fuera mi culpa o la culpa de otras madres (porque nadie nos obligó a ser madres; típico que escucho eso) sentirse así. Pero no es “solo” un sentimiento (aunque lo fuera no veo el problema de que fuera solo eso). Antes soñaba con el día en que esto pasara; ahora me parece simplemente que esa es mi nueva realidad, pero que me afecta solo a mí, porque todos los demás siguen con sus vidas, con sus fechas límite, y una tiene que aguantarlo. Pero yo no quiero andar aguantando cosas; quiero que se respete el hecho de que, bueno, ya llevo más de 1.000 días sin dormir y que estoy cansada.

Mientras termino de escribir (por supuesto he escrito esto apurada, pero en varias tandas), Tony juega a Star Wars y la Rosario juega con mi taza (vacía, no se preocupen). Me encanta escucharlos, y me da risa cómo la Rosario hace que toma té, y me mira como si yo fuera la mejor. Y al mismo tiempo me da pena y se me llenan los ojos de lágrimas, y se me hace un nudo porque Tony quiere que hagamos panqueques en forma de dinosaurios y yo me voy a parar a hacerlos, porque no me detengo a ninguna hora, a pesar de que una pausa, dormir hasta tarde o una siesta despreocupada serían lejos lo que más quisiera en este momento.

 

*La primera versión que escribí de esto indicaba 414 días sin dormir, así que pueden hacerse una idea acerca de cómo es esta experiencia con el tiempo que he dejado pasar para publicar este texto.

Animales chilenos, Claudio Gay, aprender y volver

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Interior del libro «El cuaderno perdido de Claudio Gay», parte de una colección de libros para niños.

Uf, hace meses que no escribía para Bueno, Bonito y Letrado. Estoy a pocas semanas de dar a luz y, para ser honesta, este segundo embarazo me asaltó. Después de meses de náuseas y poco ánimo (cumplir con la universidad y el trabajo, y mi primer hijo, se llevaban toda la energía), he decidido que no podía seguir así. Porque si hay algo que he echado de menos ha sido este blog (he aquí el “volver” del título).

Cuando vi en el sitio de Memoria Chilena la invitación para ir al lanzamiento del libro El cuaderno perdido de Claudio Gay, me prometí hacer todo lo posible por ir. Y no solo porque fueran a regalar el texto a los niños y niñas presentes. Así que el último día de abril, mi esposo, mi hijo Tony y yo partimos en el metro rumbo a la Biblioteca Nacional y tuvimos una mañana excelente. Primero en el lanzamiento y luego visitando la muestra de ilustraciones botánicas. Esta exposición es, de hecho, un imperdible; se pueden ver trabajos fechados a partir de 1579 en adelante. La muestra incluye un puzle de cubos gigantes con ilustraciones botánicas. Mi Tony se fue directo a tratar de armarlo, organizándose al momento con otros niños y niñas que querían hacer lo mismo.

Durante la presentación del libro.

Durante la presentación del libro.

Ahora sobre el libro. Cuando le dije a mi hijo Tony acerca de este libro él estaba emocionadísimo. Y claramente no era el único. Cuando llegamos a la biblioteca (unos pocos, pero muy pocos, minutos después de iniciado el lanzamiento) descubrimos que estaba llenísimo; lleno de padres y abuelos con sus hijos y nietos participando de una actividad en que los niños y niñas pudieron asistir a una conferencia en que se les habló acerca de los animales chilenos; una oportunidad en que, además, pudieron preguntar acerca de esos mismos animales.

El libro es parte de la colección dedicada a niños que inició la biblioteca y no se trata exactamente de un cuaderno de Claudio Gay perdido, encontrado y publicado; lo que supongo habría supuesto mucho más ruido. Pero sí reúne ilustraciones de Gay, agrupadas según el hábitat de los animales: tierra, agua, aire. Aparecen, entre otros, vizcachas, pudúes, huemules, caracoles, merluza, sapos, mariposas y el pájaro de siete colores, que maravilló a Tony. A cada especie se le otorgan dos páginas con distintas, hermosas, ilustraciones de Claudio Gay. Cada entrada es acompañada además de textos que buscan, por un lado, profundizar en las características de los animales y de su hábitat y, por otro, inspirar a través de la lectura. No se trata de oraciones planas ni asépticas; sino de textos bien concebidos, poéticos, que no solo hablan de ciencia, sino de vida; de aprender y conocer, pero también de amar. Y no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que la autoría de los textos corresponde a la escritora María José Ferrada (Niños, Un mundo raro, El árbol de las cosas, Notas al margen).

Tony retirando su ejemplar de "El cuaderno perdido de Claudio Gay"

Tony retirando su ejemplar de «El cuaderno perdido de Claudio Gay»

La manera en que está conformado el libro, entonces, no convierte su lectura en una mera cita de estudio. Aunque no lo descarta. De hecho, diría que la aproximación es más completa; ya que logra captar que el aprender no es solo un asunto intelectual, sino que involucra las sensaciones, los sentimientos. Conocemos a través de los datos y las informaciones, pero también a través de la forma en que esos contenidos son transmitidos. En ese sentido me parece hermoso que los editores abracen esa aproximación más orgánica. Y en que el arte no queda fuera de la ecuación. Así que no es de extrañar que en la noche Tony se vaya a la cama con la lectura de El cuaderno perdido de Claudio Gay. Él ha ido eligiendo sobre qué animales quiere leer primero. Observamos y comentamos las ilustraciones; y leemos los textos. Todo le produce nuevas preguntas o nuevos comentarios. Goza con las palabras y los dibujos; y también analiza y compara los animales. En el caso de los caracoles, recordó cuáles le parecía haber visto; y quedó totalmente prendado de la descripción que se entrega de uno de ellos, asemejándolo a las torres de un castillo. Como también le causó desazón saber que ese preciso espécimen estaba extinto (lo que de paso sirvió para hablar acerca del tema de la extinción de los animales; tópico que estamos tocando cada cierto tiempo).

Tony y yo en la exposición de ilustración botánica

Tony y yo en la exposición de ilustración botánica

Para concluir, se trata de una edición pequeña, con una portada muy austera; lo que se encuentra adentro es el tesoro. Muy bien impreso y diagramado; con papel de buena calidad. Con un trabajo así, ya espero cuál será el tercer título de la colección para niños. Para los que se quedaron sin un ejemplar o no se enteraron de esta actividad, el libro también se puede descargar desde el sitio Chile para niños (iniciativa que nació a partir de Memoria Chilena).

Tony y el equipo de armadores de puzles

Tony y el equipo de armadores de puzles

Presentación de El exitoso (e increíble) Caso Y

El martes 28 de abril fui una de las presentadoras del libro El exitoso (e increíble) Caso Y de Ricardo Candia, editado por Ceibo. Fue un hermoso encuentro en el Café Literario del Parque Bustamante. A continuación encontrarán el texto que leí.

 

Portada de El exitoso (e increíble) Caso Y, de Ricardo Candia

Portada de El exitoso (e increíble) Caso Y, de Ricardo Candia

“Recuerda que los niños nacen para ser felices” (102), le dice un juez al Yague, el protagonista de El exitoso (e increíble) Caso Y. Qué fácil parece una declaración así, cuando en realidad nadie se está involucrando en la vida de un niño que considera que nació muerto, que respira, pero que está muerto. Como adultos nos pasamos pensando, reflexionando y teorizando en torno a la infancia, convencidos de que los niños son el futuro del mundo, como si fuera decisión y deber de los niños y niñas el hacer del mundo un lugar mejor en que vivir. El psicólogo Peter Gray estudia el juego en los niños y plantea que si los niños desarrollan juegos violentos es porque el mundo creado por los adultos es violento. “Es un error”, dice, “pensar que de alguna forma podemos reformar el mundo en el futuro controlando los juegos de los niños y controlando lo que aprenden; los niños seguirán el mismo camino. Los niños deben, y lo harán, prepararse para el mundo real para el cual deben adaptarse para sobrevivir”. Esta idea me rondó durante toda la lectura del libro de Ricardo Candia. Tengamos presente al niño protagonista, parido y dejado en un basurero, un sobreviviente desde el primer minuto de vida. Ese primer hecho será una marca constante, tanto así que parece que el Yague nunca deja el basurero, sino que este toma distintas representaciones: desde la casa de la abuela materna hasta los hogares para niños abandonados y la cárcel. Y noto además esa palabra hogar, que aparece trastocada, vaciada de su significado: ni la casa de la abuela ni los centros para niños son hogares realmente, no hay calor ni familia.

El término infancia viene del latín infans, que remite a lo mudo, a lo inarticulado, sin palabras. Y, sin embargo, nos encontramos que el Yague es el narrador de su propia historia. El uso que hace del lenguaje es sofisticado en las primeras páginas: desde la construcción de las oraciones hasta el empleo  de adjetivos e imágenes. Ese primer Yague que conocemos nos está hablando desde otro plano, él mismo nos previene que ya ha muerto y que siente una necesidad quemante de contar qué le sucedió: “Movediza, con una cadencia porosa y blanda, me recibe la muerte”, leemos apenas en la primera línea de la novela. Cada vez que aparezca este Yague posterreno, el lenguaje volverá a hacerse sofisticado, en un recurso del autor por configurar dos niveles distintos: el del niño que ha nacido en un basurero y el del niño que ha escapado de él. A poco andar el lenguaje mutará: a medida que el niño vaya narrando sus primeros días de vida irá recuperando una suerte de inarticulación, pero más que nada, iremos viendo cómo va adquiriendo un lenguaje de la calle que va apoderándose de las líneas y los párrafos. Sin embargo, siempre hay palabras, este infante  no es mudo, si bien, muchas veces elige el silencio cuando se relaciona con los adultos de los hogares, del mundo político, los psicólogos y médicos que tratan de convertirlo en un caso, pero, nuevamente, sin involucrarse realmente.

Por supuesto, cada vez que un autor narra desde la perspectiva de un niño está simulando su voz, de eso no cabe duda. Y hay distintas estrategias retóricas para lograrlo. Henry James, por ejemplo, creía que había que usar un lenguaje indirecto. El Yague nos apela directamente, sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. Reflexionado sobre este aspecto a medida que leía la novela, llegué a este párrafo: “Durante los días que estuve en el Hogar me di cuenta de que yo había cambiado mucho comparado con los cabros de mi misma edad que aún seguían ahí. Les escuchaba sus conversaciones, sus juegos y sus peleas, y eran todas cosas de niños, que no se comparaban con lo que yo había visto y vivido en la calle, aun cuando tenían la misma expresión de miedo que tenemos todos” (69). El Yague ha vuelto al hogar después de vivir muchos años en la calle y lo que nota al reencontrarse con sus contemporáneos del hogar, es que ellos siguen siendo niños y que él ya no lo es. ¿Por qué no es ya un niño? Estamos acostumbrados a considerar que los niños y niñas son inocentes, deben ser protegidos; si hacen el mal es porque no saben lo que están haciendo. La investigadora Susan Honeyman llama a eso “obviedades de la infancia”, que no son más que categorías que usamos para etiquetar a los niños y niñas, para definir cómo creemos que deberían ser y tratarlos acorde. Pero cuando salimos de las generalizaciones, nos damos cuenta de que esas no son más que categorías inasibles. Desde una perspectiva tradicional no podríamos considerar al Yague como un niño inocente –y el término inocencia me complica, es complicado, pero no profundizaré en torno a eso en esta presentación-, pero, ¿quiere decir eso que ya no es niño? Cuando fue publicado El señor de las moscas  de William Golding, los críticos se confundían por estos niños que, sin supervisión adulta, eran capaces de todo. Reinhard Kuhn, de hecho, los llamó no-niños, nonchildren. Muchas veces, al leer El exitoso (e increíble) Caso Y, nos perdemos en el tiempo: son tantas las experiencias que va atravesando el Yague que pareciera que han pasado muchos años, hasta que llegan pequeños datos que nos devuelven la mirada, como cuando el Yague recuerda: “[…] y creo que aún no tenía once años” (77). No crecerá mucho más que eso.

Es interesante la aproximación de Ricardo Candia y cómo conforma a este Yague, que sí es un niño, un niño al que se le han negado cosas, que ha sido convertido casi en un estrella de reality show justamente por el hecho de ser capaz de todo; pero al darle voz, Candia nos presenta un personaje complejo: que no es simplemente malvado porque ya no sea inocente, sino que está lleno de aristas, de luces y sombras, como todos. Por eso no llamaré al Yague un no-niño, porque no lo es. Es solo que, a diferencia de lo que dice el juez, los niños no son simplemente felices porque nacen, alguien tiene que hacerse cargo de ello; y eso quiere decir involucrarse. No me extraña entonces que haya una crítica grande a las instituciones que se quedan en las firmas de proyectos, en las fotografías de relaciones públicas, pero que no se involucran. Cada vez que al Yague se le aproximan para “volverlo al redil”, solo se trata de un acercamiento superficial. Y eso nos plantea preguntas duras: qué debemos hacer, cómo actuar, cómo cambiar las cosas para que haya otras salidas del basurero, para que no haya basurero alguno, para que la vida de un niño no se convierta en un caso (exitoso, increíble, frustrado, perdido).

No olvido que esta es una obra de ficción, que no hay un Yague hablándonos realmente. Pero tampoco olvido que una obra de ficción nos llama a reflexionar, nos remece. Eso sucede con El exitoso (e increíble) Caso Y.

Algunas ideas y un recuerdo sobre la enseñanza

El lector común, Virginia Woolf

El lector común, Virginia Woolf

La llegada de marzo ha significado el regreso a clases. Mi hijo ha comenzado kinder y yo un nuevo semestre del doctorado, incluyendo una ayudantía en Letras Inglesas. Y las clases, por supuesto, implican enseñanza. La convocatoria al II Congreso Internacional de Poesía llama a reflexionar en torno, justamente, a la enseñanza de la poesía, tema que el otro día fui conversando con una amiga en el trayecto en auto hacia la universidad. Lanzamos ideas acerca de cómo la enseñanza puede quedarse encerrada en los límites de reglas, en vez de profundizar sobre la experiencia estética (claramente personal) de los niños al leer una poesía (lo que, además, vale para otros textos literarios a los que se aproximen en sus cursos).

También hablamos del peligro de que como profesores (aunque en realidad no nos estábamos refiriendo a nosotras) nos quedemos pegados en ciertas interpretaciones canónicas sin escuchar lo que los alumnos tienen que proponer. Ese último punto me trajo un recuerdo; es bastante antiguo, diría yo: estaba en la universidad y tenía dieciocho años. Había una clase en que simplemente debíamos escribir de lo que nos diera la gana. Yo adoraba Orgullo y Prejuicio (todavía) y quise escribir algo sobre Jane Austen. No recuerdo el contexto, pero imagino que quise decir algo acerca de lo temprano que comenzó a escribir: a los quince años había escrito su primera novela, llamada Amor y Amistad. Para esto cité el ensayo de Virginia Woolf sobre Austen. Con eso en la mano, la profesora decidió corregirme, diciéndome que seguramente había entendido mal a Woolf, después de todo, ella es difícil de leer. Bueno, yo no estaba comentado Las olas, sino citando un ensayo. Yo puedo entender que la profesora en cuestión no hubiera leído ese ensayo, que no supiera de la existencia de Amor y Amistad (que, dicho sea de paso, ahora se puede adquirir en librerías en español), pero acusarme a viva voz de no haber entendido lo que Woolf decía… qué puedo decir, no creo que haya sido el mejor acercamiento pedagógico, especialmente porque 1) era verdad y 2) la escritura de Woolf no admite dudas:

Para empezar esa muchachita remilgada que a Philadelphia le pareció tan distinta de una niña de doce años, caprichosa y afectada, pronto se iba a convertir en la autora de una historia sorprendente y poco pueril, Amor y Amistad, que, por increíble que parezca, escribió con quince años (“Jane Austen” 44-45).

Hubiera sido mejor que dijera que no sabía de eso y que lo había encontrado interesante, por ejemplo, o que le hubiera gustado que yo leyera a V. Woolf; por último, que no hubiera dicho nada en absoluto.

Un comentario así podría haberme alejado de la literatura (en ese tiempo estudiaba periodismo) o de Virginia Woolf, por lo menos. Hoy es una anécdota que me recuerda lo importante –y difícil- que es la enseñanza. En términos más personales, me hace pensar en que con razón me tomó tiempo en encontrar mi lugar; no hay que dejar de buscarlo.

Nota: El texto de Woolf puede encontrarse en El lector común. España: Debolsillo, 2010.

Horacio Salinas y sus recuerdos de Inti-Illimani

Portada de La canción en el sombrero, de Horacio Salinas

Portada de La canción en el sombrero, de Horacio Salinas

Canción en el sombrero. Historia de la música de Inti-Illimani es el título completo de este libro de Horacio Salinas. Y en realidad, es un nombre muy acertado, por cuanto el músico repasa concienzudamenrte cada disco sacado por Inti-Illimani, destacando ciertas piezas, recordando anécdotas e historias de las grabaciones, y luego del Inti-Illimani Histórico. Pero no es un libro para expertos en música, Salinas no habla en un lenguaje técnico-musical, sino que más bien quiere que, como lectores, lo acompañemos en un paseo por su historia, la de él y la del Inti. Para eso se atrevió a meterse en la escritura, usando solo sus dedos índices para repasar sus primeras clases de acordeón cuando tenía siete años, cuando la familia dejó Lautaro para vivir en Santiago, el afortunado abandono de una guitarra en casa. Es una historia de cómo fue aprendiendo, de quiénes fue aprendiendo, de las verdaderas clases que le daba Luis Advis; del encuentro y colaboración con el guitarrista John Williams. También la historia de cómo se fue formando Inti-Illimani y cómo los pilló el golpe de Estado de 1973 durante una gira por Europa. Ese día 11 de septiembre estaban visitando el Vaticano: “Algo pesado y denso en el pecho me tocó sentir en esos momentos y un pensamiento de extravío me paralizó” (84).

Aunque el libro está dividido en capítulos más bien epocales, como el establecimiento de la Nueva Canción Chilena o el exilio, lo interesante es que los subtítulos llevan en general el título de un disco, en que el músico recuerda cómo surgieron las composiciones y los arreglos, pero también ciertas dinámicas del grupo. Es hermoso el apartado sobre Palimpsesto (1981), por ejemplo, y también melancólico, cuando recuerda que coincidió con el reconocimiento de que debían dejar de pensar en su estadía en Italia como algo provisorio, ya que no veían que fuera posible volver a Chile: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116).

Sobre la ruptura de Inti-Illimani, a lo largo del libro va dejando pistas –a veces totalmente explícitas-, que tienen que ver con la dinámica del grupo y desacuerdos por el la forma en que algunos trabajaban; llega a decir al respecto que él volvía a grabar ciertos instrumentos –interpretados por otros-. Lo que plantea es que no todos tenían el mismo empeño en que las grabaciones quedaran perfectas. Sobre la ruptura propiamente tal y el proceso judicial que los llevó a ponerse el apellido histórico, Salinas dedica pocas páginas.

En La canción en el sombrero, Salinas no solo plasma el proceso de creación de arreglos y composiciones, sino también da cuenta de una época, de varias épocas, en realidad, pero de una forma tangencial que tal vez lo hace más interesante. Asimismo es un documento que deja parte de la historia de Inti-Illimani en el papel, y digo parte, porque esta es la particular visión de Horacio Salinos, sus recuerdos, lo que convierte al libro en un texto escrito con emoción.

Salinas, Horacio. La canción en el sombrero. Historia de la música de Inti-Illimani. Santiago: Catalonia, 2013.

Esta reseña apareció originalmente en el sitio web del Diario Publimetro, donde tengo una columna de libros semanal.

Leyendo su primera novela

Una de mis preocupaciones como madre ha sido que mi hijo Tony sea un lector. Supongo que tiene que ver con el hecho de que a mí siempre me gustaron los libros y leer, por supuesto. Apenas supimos que estaba embarazada y ya estábamos comprando libros ilustrados y leyéndoselos antes de que naciera. También en ese tiempo leí en voz alta mucho de lo que yo leía para mí; sin pretender nada, eso sí, solo por el placer de comenzar a leerle. Así que cuando nació era natural seguir en esa senda. Y así ha sido siempre: o bien tomamos un libro y lo leemos o bien le cuento una historia que me sé bien.

Tony revisando El león, la bruja y el armario de C. S. Lewis

Tony revisando El león, la bruja y el armario de C. S. Lewis

Antes de conseguir una copia de la Caperucita Roja, solía relatársela lo mejor que la recordaba. Paralelamente llenamos su pieza de libros, que él puede tomar solo en cualquier momento, ya que están en la cabecera de su cama y nunca le he negado que tome un libro mío (o de la biblioteca), es decir, que no escuche la palabra libro y la palabra no en una misma oración. La verdad es que a Tony le encanta y es incluso un poco exagerado, no le suele bastar con un libro cada noche, sino que hace un montoncito con lo que quiere leer. Sin ir más lejos, anoche me trajo cuatro cuentos de hadas e insistió en que los leyéramos todos.

Pero una cosa es tomar un cuento lleno de hermosas y coloridas ilustraciones (aunque su contenido literario sea también increíble) y otra es leer una novela, una historia con capítulos, con varios conflictos y personajes. Como yo soy una fanática de C. S. Lewis pensé en iniciarlo con el mismo libro que comencé yo: Las crónicas de Narnia. Por supuesto, partir con El león, la bruja y el armario. Cuando era niña leí cada una de las crónicas en libros separados, pero ahora tengo un verdadero librón, que incluye las siete novelas. Es un hermoso objeto, aunque no estoy de acuerdo en que hayan arreglado las historias según la cronología interna, es decir, el libro parte con El sobrino del mago que, claro, habla de la creación de Narnia y del origen de la Bruja Blanca; pero ese libro se editó muchísimo después. Así que opté por la fecha de publicación original; además que El león, la bruja y el armario es un texto que atrapa (el libro indica que Lewis prefería que la lectura partiera con El sobrino del mago, pero no concuerdo con él).
Esta primera lectura larga resultó ser un éxito. Yo había calculado que demoraríamos diecisiete días en leer, ya que son diecisiete capítulos, pero Tony estaba tan interesado que solíamos leer dos capítulos cada noche. Esa lectura nocturna implicaba comentar las ilustraciones, plantear hipótesis y luego esperar a que el texto nos contara qué decían; explicar palabras o ideas que resultaban más difíciles, revisar cuántos capítulos faltaban por leer; también recordar algunos acontecimientos de los capítulos previos. Me encantaba escuchar a Tony decirme que siguiera leyendo, que no parara: él quería encontrar a Aslan, que liberaran a las estatuas, que derrotaran a la Bruja Blanca, que Edmund fuera bueno de nuevo. Y él ponía atención, se apenaba, se alegraba, saltó sobre la cama cuando se dio cuenta de que al fin iban a salvar al señor Tumnus. Terminado el libro pasamos toda una hora revisando las otras siete crónicas, los nombres de los personajes (ya aprendió bien quién es Rípichip) y los mapas, que lo fascinan.

Eventualmente seguiremos con Lewis, leyendo El príncipe Caspian, lo que será ideal teniendo en cuenta de que ya le encanta el personaje de Rípichip. Pero antes me gustaría ver otros autores. Yo he pensado en Las Brujas de Roald Dahl, un libro que yo misma disfruté muchísimo. En Facebook me recomendaron La isla del tesoro, otro texto que me encantó, aunque lo leí como a los diez años, creo yo. Y por supuesto, están los libros que ha escrito su abuela Alida Verdi (El niño, el perro y el platillo volador, La sociedad del diamante secreto). Pensándolo bien, no creo que tengamos problemas eligiendo libros, hay un mar de textos maravillosos y bien escritos que leer. Y él quiere que los leamos, qué mejor que eso.

Eric y el Hombre-Chancho, un cuento de John Wain

La visión que tiene mi hijo Tony de los hombres chancho.

La visión que tiene mi hijo Tony de los hombres chancho.

Sí que fueron largas las vacaciones que se tomó Bueno, Bonito y Letrado. Yo, sin embargo, no estuve realmente de vacaciones, pero eso es otra historia. Lo que sí puedo decir es que estoy contenta de escribir de nuevo para este blog y traigo un texto que había estado dando vueltas en mi cabeza harto tiempo. Durante el segundo semestre del año pasado fui ayudante de un curso de teoría crítica literaria en Letras Inglesas UC. Fue genial trabajar con Andrea Casals, la profesora de ese curso, y también poder participar en una asignatura completamente en inglés; feliz, de hecho, de haber podido hacer algunas clases en inglés. Como trabajo final, los estudiantes tenían que escribir un paper para el cual les propusimos un corpus de cuentos de entre los cuales tenían que escoger para su artículo. Uno de esos cuentos era “A Message from the Pig-Man” de John Wain. Cuando lo leí, amé el cuento y tuve ganas de escribir algo al respecto, pero preferí no hacerlo porque era uno de los relatos que podían usar los estudiantes del curso. No es que fueran lectores de mi blog necesariamente, pero, en fin, me dije que era mejor de esta manera.

El cuento se centra en la figura de un niño de cinco años, casi seis, que está pasando de llamarse Ekky (es decir, de ser tratado como niño) a usar su verdadero nombre, Eric. Y el Pig-Man, el Hombre-Chancho, es una figura misteriosa que ronda la casa: ¿un híbrido, un monstruo; un animal o un hombre? El niño no lo sabe, pero le teme, especialmente a lo desconocido, a no saber efectivamente qué es y, por lo tanto, no tener las herramientas para lidiar con él. Entonces es puesto a prueba cuando su madre le pide que tome el balde con restos orgánicos y le dé alcance al Hombre-Chancho y se lo dé.

Mi hijo Tony y sus hombres chancho

Mi hijo Tony y sus hombres chancho

Cuando lo terminé me dije que debía leérselo a mi hijo, que cumplió cinco en diciembre. No lo he hecho, porque tengo el cuento en inglés; pero sí estoy trabajando en una traducción. ¿Por qué pensé inmediatamente en mi hijo? Bueno, uno de los aspectos notables del texto es cómo la narración gira en torno a Ekky-Eric. El niño no es solo una excusa, sino que la perspectiva del relato está en él; el narrador quiere compartir su visión y, por lo tanto, su opinión del mundo adulto. Al hacerlo, Wain grafica de manera natural y sin la necesidad de decirlo literalmente, el quiebre entre el mundo de la infancia y mundo adulto; la distancia que se produce entre ambos y, por supuesto, el problema que se suscita con el lenguaje. El niño y su madre tienen un problema de comunicación básico: hablan (o entienden) distintos idiomas. Mientras el niño es directo y dice lo que piensa y lo que quiere, por lo cual no es extraño que se imagine un hombre con patas de chancho, aunque la lógica le haga desechar esa idea, después de todo, si el Pig-Man no tiene manos, ¿cómo podría llevarse el balde? La madre, en cambio, siempre prefiere lo tangencial, los eufemismos, los cambios de tono (Eric vuelve a ser Ekky cuando ella quiere remarcar que es muy niño para entender lo que pasa entre ella y su padre) y finalmente el silencio.

La posición de la madre nos habla de la posición del mundo: ver al niño como alguien que no es un ser completo, sino que un adulto en potencia y, por lo tanto, un adulto en falta, es decir, incapaz de comprender. Pero la madre no quiere decirle a su hijo que el padre ya no vivirá más con ellos y que ella tiene un nuevo novio porque ¿Eric no sería capaz de entenderlo o porque ella no es capaz de reconocer la situación? ¿O tal vez es una forma de hacerle el quite al conflicto? Y, sin embargo, a pesar del choque en la comunicación, del querer restarle voz al niño, Eric es capaz de hacerle frente al Pig-Man, a sus miedos y reconocer las preguntas que lo agobian. Es decir, aunque los adultos no le den crédito total, como se lo daría a un adulto, él no lo necesita para tomar sus propias decisiones, llegar a sus propias conclusiones y aprender del mundo.

El escritor John Wain

El escritor John Wain

Más allá de estas disquisiciones acerca del niño, su voz y su agencia (y claro que la tienen), “A Message from the Pig-Man” es una delicia de leer, tan bien escrito, fluido; pero también cómo se conforma este niño que pareciera que se puede tocar. En el caso de la madre no queda, sin embargo, como un personaje unidimensional; en su reticencia a tocar ciertos temas, la vemos también como una mujer con problemas, confundida, temerosa de remover ciertos aspectos de la vida. A todo esto, Wain era considerado parte de los Angry Young Men, denominación que se dio a un grupo de escritores británicos en la década de 1950, en que uno de los más renombrados pueda ser el dramaturgo John Osborne, quien escribió Don’t look back in anger (1956), de más está decir que ese título se transformó en un emblema que ha sido retomado una y otra vez, incluso por aquel hermano conflictivo: Noel Gallagher, quien tituló así una de las canciones de (What’s the story) Morning Glory? (1996). Otros hombres airados fueron Harold Pinter, Kingsley Amis y Alan Sillitoe. Y Wain también fue parte de los Inklings, el grupo de intelectuales de Oxford que reunía a un par de famosos: C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Por el momento solo puedo decir: ¡wow! Y seguir buscando otros textos escritos por Wain.

“El océano al final del camino”, de Neil Gaiman

El océano al final del camino, de Neil Gaiman

El océano al final del camino, de Neil Gaiman

Lo primero que diría sobre El océano al final del camino de Neil Gaiman es que me gustaría estar leyéndolo todavía. Debo haber tardado dos días en su lectura, porque es un libro que no se quiere dejar escapar, pero me ha dejado la ansiedad de querer seguir leyendo, de saber más, de ir más allá del final, que –sin contarlo- puedo decir que más que un final definitivo y cerrado, es un símil de la vida: no acaba hasta que la abandonamos para siempre, hasta ese momento cada vivencia por pequeña que sea mantiene la historia viva.

El relato nos presenta a un hombre que vuelve a su tierra natal en Sussex, Inglaterra, para un funeral. Camino a casa de su hermana, decide detenerse en la granja Hempstock, donde vivía Lettie, una amiga de la infancia a la que conoció cuando él tenía siete años. A medida que recorre la casa de los Hempstock hacia el estanque que quedaba en la parte de atrás, va introduciéndose en su infancia, volviendo a tener siete años, volviendo a recordarlo todo, porque pareciera que parte del hacerse adulto es ir olvidando. El todo que recuerda es un cuento de hadas hermoso, en el que no es que todo sea posible –porque en realidad no lo es-, sino que el autor va construyéndolo capa por capa, ligando de manera perfecta lo que llamaríamos realidad y fantasía, a tal punto, que es un tejido tan coherente que una simplemente se deja llevar y lo disfruta.

He visto una discusión en internet acerca de si es un libro para niños o para adultos, pero creo que es un debate vacío o sin importancia, no le impondría edades, aunque sí me daban ganas de ir leyéndoselo a mi hijo de cuatro años, él adoraría ciertos pasajes, como el siguiente: “Miré hacia abajo: el peludo zarcillo que tenía a mis pies era completamente negro. Me agaché, lo agarré firmemente por la base, con la mano izquierda y tiré. Algo salió de la tierra y se giró con furia. Sentí como si se me hubieran clavado una docena de diminutas agujas en la mano. Le sacudí la tierra, me disculpé y se me quedó mirando, más desconcertado y sorprendido que furioso. Saltó de la mano a mi camisa, lo acaricié: era una gatita, negra y brillante […]” (65).

Me interesa la representación de infancia en la literatura. En este caso me cautivó un poco cuando el narrador reconoce “No fui un niño feliz, aunque en ocasiones estaba contento” (27), ya que rompe con el estereotipo de la infancia como un paraíso perfecto y perdido. Tampoco nos encontramos con otros clichés como el del niño ignorante. De hecho, la amiga Lettie lo sabe todo o podría conocerlo si así lo quisiera, en cambio, dice: “Sería muy aburrido saberlo todo”. En ese sentido, esta es una historia de crecimiento, de aprendizaje, pero también de dejar ir para poder seguir adelante. Y tal vez esa es una de las mayores complicaciones, cómo distinguir el momento en que tienes que dejar atrás ciertas cargas y quedarte con otras.

Como decía, me gustaría seguir leyéndolo, pasar más días en la granja Hempstock, sus prados dorados, su luna llena y su océano al final del camino.

Gaiman, Neil. El océano al final del camino. Chile: Rocaeditorial, 2013.

En conmemoración de Cecilia Casanova

Cecilia Casanova en 1960

Cecilia Casanova en 1960

Cuando un amigo me avisó de la muerte de Cecilia Casanova (1926-2014), poeta chilena de la Generación del 50, pensé en el poema “En conmemoración nuestra”:

Le pido al jardinero

que en conmemoración nuestra

no barra las hojas

Me recuerdan el jardín

de Vía Aurelia Orientale

cuando los gansos nadaban en el estero

y la muerte andaba lejos (25).

La muerte ronda en Poemas del vago y del simpático, el poemario en que aparecen los versos que transcribí más arriba, es especial para mí. Es un libro muy delgado en que cada uno de los más de treinta poemas ocupa su propia página. La organización de los textos en la página colabora con la estética de Cecilia Casanova: el poema breve, de pocos versos, que logran congelar instantes, imágenes, pensamientos fugaces, cotidianos. Hace eso sin quitarles la frescura que supone lo que dura solo un momento: tiene que ver con las palabras escogidas, con la forma de armar los versos, con el ritmo que logra en cada poema.

Yo hice mi tesis de Magíster sobre la poesía de Delia Domínguez, pero también pensé en hacerlo sobre la obra de Cecilia Casanova. En esa oportunidad me di cuenta de que no había textos de ella en la biblioteca de la universidad, apenas algunos poemas sueltos en recopilaciones. Yo no había hablado de ella con mi esposo y, sin embargo, un día apareció en la casa con dos regalos, dos poemarios: Luna en Capricornio de María Inés Zaldívar y Poemas del vago y del simpático. En parte fue la sincronía, que fueran poemarios, que hubiera encontrado en librerías el libro de Cecilia Casanova que, aunque editado en 2010 ya no era tan fácil de hallar. Como insinuaba más arriba, hay mucho sobre la muerte, sobre el dejar de existir en Poemas del vago… y también unos breves versos sobre su poética titulado “Autocrítica”, en la que Cecilia Casanova desnuda su estética de la siguiente manera:

Mi poesía

es sin efectos especiales

en blanco y negro

como una vieja película.

Este año fue editado Poesía reunida (Universidad de Valparaíso Editorial), un texto que permite acercarnos a cada una de las obras de la poeta, desde su primer poemario Como lo más solo (1949). Es una gran oportunidad para tener acceso a su obra, especialmente a los textos más antiguos, y también para volverla a presentar, porque sus poemas no han envejecido:

Porque tenemos mucho que decir

callamos de una manera torpe.

Habituados a oírnos

en el movimiento de las manos

en la actitud de volver los ojos.

La ventana nos brinda temas de pájaros

pero cuando voy a señalártelos

el cielo está solo.

Regresamos perdidos cada uno en un bosque

Demasiado cerca para rozarnos (“Tema de pájaros”, 1975).

Esos dos primeros versos me conmueven, tan directos y ciertos, casi pareciera que están hablando por una. Y pienso que no hay que esperar, que es mejor señalar de inmediato los pájaros para que el cielo no esté solo. El amigo que me contó sobre la muerte de la poeta (ocurrida el pasado domingo 2 de noviembre) me dijo que conservábamos de ella sus poemas y es cierto. Pero no solo hay que conservarlos, sino expandirlos, seguir leyéndola y que también tenga nuevos lectores.

Para leer otros poemas de ella, les recomiendo este link de Descontexto.

El ruiseñor y la rosa: la traducción toma un desvío

Una ilustración de Charles Robinson para EL Ruiseñor y la Rosa.

Una ilustración de Charles Robinson para El Ruiseñor y la Rosa.

No había leído “El ruiseñor y la rosa” («The Nightingale and the Rose») en inglés hasta unas semanas atrás. Sí lo había leído en varias oportunidades, en la época de colegio, en la universidad, siempre en español. Lo leí en inglés porque lo asigné para una clase sobre estructuralismo que hice hace un par de días. La clase es en  inglés, así que, por supuesto, debía aproximarme al cuento de Oscar Wilde desde su idioma original. Debo decir que la pérdida es enorme, que las traducciones que había revisado, no siguen el estilo de escritura de Wilde, que es fresco y actual. El relato sigue siendo hermoso, pero ha perdido, en parte, esa frescura. Así “From her nest in the holm-oak tree the Nightingale heard him, and she looked out through the leaves, and wondered” se transforma en “Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado”. Me pregunto por qué cambiar la forma en que Wilde construye la oración; pareciera haber una economía de recursos en la traducción al español. Y, por supuesto, está el “oyóle”, que le da a todo un sabor añejo; difícil creer que la edición es de 1981 y que Wilde publicó el cuento en 1888.

Más hacia el final el traductor ignora completamente el recurso retórico de Wilde: la repetición. Así convierte a “Bitter, bitter was the pain, and wilder and wilder grew her song, for she sang of the Love that is perfected by Death, of the Love that dies not in the tomb” en “Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba”. Yo no hubiera usado acerbo para traducir bitter, creo que tiene más que ver con harsh, pero lo que realmente me molesta es esa nueva decisión de ignorar la forma en que Wilde escribe, las estrategias retóricas que utiliza.

Sin embargo, el principal cambio en la traducción, la principal pérdida, es el cambio de género. The nightingale es una she en el cuento de Wilde, es ella. Pero en la traducción se transforma en un él. ¿Le habrá parecido al traductor que era más coherente porque hablaba de “el ruiseñor”? ¿Habrá creído el traductor que el género femenino en el  original no tenía ninguna implicancia? Probablemente. Pero la elección del género de un personaje no es un asunto trivial o neutral, especialmente si es el protagonista de la historia.

De momento, no es mi intención indicar cómo cambia la interpretación de un relato cuando la traducción toma un desvío, sino reflexionar respecto a que la historia puede ser básicamente la misma, pero la forma, el estilo, se pierden. Lo que sí sé es que me dieron muchas ganas de intentar mi propia traducción. Ya veremos. Por lo pronto, pueden revisar el original de Wilde –y apreciar el uso que hace del lenguaje y lo sonoro de su prosa-, haciendo clic aquí.